
Aquel día en que Sánchez Albornoz se reencontró con Castilla
El 3 de junio de 1976, aprovechando su primer regreso del exilio, el insigne medievalista visitó la ciudad a la que se trasladó como catedrático en 1919 y donde conoció a su primera mujer
Enrique Berzal
Sábado, 18 de junio 2016, 17:02
Vestía con elegante traje azul, llevaba puesto su inconfundible «sombrero de hace muchos años» y andaba sujetándose a un bastón porque a sus 83 años, reconocía, «estoy bien de cabeza y de corazón, pero me fallan los pies». Era el 3 de junio de 1976 cuando Claudio Sánchez Albornoz, maestro de historiadores, ministro en 1933 y presidente de la República española en el exilio desde 1962, se reencontraba con Valladolid.
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La misma ciudad que en 1919 le vio llegar como joven catedrático de Historia de España en su Universidad pero que ahora, 57 años después, le parecía irreconocible: «No conozco Valladolid, no lo conozco», le confesaba apesadumbrado a la periodista de El Norte de Castilla.
Hacía algo más de un mes que el abulense había aterrizado en Barajas para abrir un breve paréntesis en su dilatado exilio, que él prefería denominar destierro. Diputado por Ávila durante todo el periodo republicano, vicepresidente de las Cortes, ministro de Estado en 1933 y embajador en Lisboa en mayo de 1936, la sublevación militar que provocó la Guerra Civil le obligó a huir a Francia. Aunque consiguió una Cátedra en la Universidad de Burdeos, la ocupación alemana del país vecino forzó su segunda huida, esta vez a Argentina. Era 1940.
Además de dirigir el Instituto de Historia de España creado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Sánchez Albornoz emprendió una fructífera labor investigadora, fundó la prestigiosa revista Cuadernos de Historia de España e impulsó una fecunda escuela de medievalistas. Su primer retorno, el 23 de abril de 1976, no pudo ser más emotivo: «Salí de España cuando contaba 43 años y me he pasado el resto pensando en ella. Soy español, católico, liberal y demócrata», le confesó a Manu Leguineche.
Aquellos dos meses de estancia en España su segunda esposa, muy enferma, le aguardaba en Buenos Aires- tocó de lleno a la ciudad del Pisuerga, donde, según su propia confesión, había sido muy feliz. No era para menos: el amor a una mujer y a su Castilla natal le había traído a Valladolid en 1919, un año después de ganar por oposición la Cátedra de Historia de España de la Universidad de Barcelona: «Yo tenía una novia en Valladolid, la madre de mis hijos. Y en Barcelona no se me había perdido nada», confesaba a la periodista de El Norte de Castilla Maribel Rodicio; «caí aquí como pez en el agua. Era joven y estaba enamorado».
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Aquella mujer, madre de Nicolás, Mari Cruz y Conchita Sánchez-Albornoz, se llamaba Concepción Aboin Pintó, era nieta del conde de Montefrío, célebre potentado abulense, e hija de Dionisia Pintó Lara, perteneciente a una distinguida familia vallisoletana. Conchita Aboin vivía en la calle Francos y él solía ir cada tarde a buscarla a la puerta trasera de la casa, que daba a un amplio jardín, para pasear por la calle de Santiago. Aunque don Claudio solo impartió un año lectivo en la Universidad vallisoletana (en 1920 obtuvo la Cátedra en Madrid), todavía en 1976 revivía con todo detalle aquellas jornadas de su juventud.
«He entrado por el Campo Grande. Algunas casas están igual (). Al otro lado del Pisuerga vivía Filomena Pimentel, que era de mi familia. Y aquí estaba don Laureano Canseco, que era el hombre más sucio que he conocido (). Don Laureano decía que no se había casado porque era muy cansado llevar una maleta toda la vida. Pero yo me enteré que había hecho la corte a Filomena Pimentel y ésta no le había aceptado porque es un hombre que no se lava nunca».
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Nombres, lugares y personajes se iban agolpando en su memoria con una mezcla de asombro y nostalgia: el «beatífico» Serafín, a quien sus amigos de tertulia en el Casino no paraban de gastar bromas, el arzobispo Gandásegui, el futuro cardenal Segura, el Hotel Francia (hoy Colegio Mayor Reyes Católicos), donde residió, su buen amigo Quintín Palacios, los Pintó y, por supuesto, los molestos baches de Valladolid: «De Madrid el cielo y el suelo y de Valladolid, los entresuelos», se solía decir.
Reivindicativo
Durante su breve estancia universitaria había escrito «La semblanza de Castilla», preparado un trabajo sobre «La curia regia portuguesa» y El Norte de Castilla había publicado íntegra su conferencia «Reivindicación histórica de Castilla», con ocasión del 398 aniversario de la derrota de los comuneros: «Cuanto se diga de la tiranía de Castilla es una falsedad, cuando no una infamia. Castilla ha vertido sus energías en cauces que no eran los suyos, no ha vivido su vida; tiene derecho al amor, al menos al respeto de las demás regiones. () Quienes consagramos nuestras vidas a las tareas del espíritu tenemos el deber de sacar a Castilla de la mansedumbre y de la insensibilidad», reclamaba el catedrático después de hacer un emotivo repaso de la historia de Castilla. Sus últimas palabras buscaban, de hecho, emprender «una reconquista más difícil que la del solar patrio: la reconquista del alma de Castilla para la cultura y el trabajo».
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Como si el tiempo no hubiera pasado, aquellas arengas de abril de 1919 retornaron, casi idénticas, 57 años después. En efecto, aquel mes de junio de 1976, Claudio Sánchez Albornoz, que en los años 30 se había metido en política «porque el general Primo de Rivera empezó a hacer tonterías y a los intelectuales no nos quedó más remedio», volvió a hacer gala de esa doble condición de docente vocacional y castellanista comprometido.
Susto monumental
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La conferencia abarrotó el Aula Mergelina de la Facultad vallisoletana «¿Mil, mil quinientas personas?», se preguntaba el corresponsal de ABC a la hora de calcular el público asistente, la mayoría jóvenes estudiantes. Hacía calor, el ambiente estaba cargado y el catedrático, que había comenzado su disertación con un sorbo de coñac «para entonarse como hipotenso al que a sus años abruman las emociones y sabe muy bien de la trampa que estas emociones representan», se entregó con ardor a la tarea de desentrañar «Lo que el mundo debe a España». Tanta pasión puso en la charla, que los últimos minutos devinieron en pesadilla
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La imagen del insigne medievalista abulense tumbado en una camilla y rodeado de gente, antes de ser conducido en ambulancia a la Residencia Onésimo Redondo (antiguo Hospital Río Hortega), aún permanece en la retina de muchos testigos. El resultado del electrocardiograma y la presión arterial disiparon todo atisbo de duda el catedrático habíasufrido una simple lipotimia. A las diez y media de la noche abandonó la residencia y fue conducido al hotel. Todo, afortunadamente, había quedado en un monumental susto.
La primera faceta, la de especialista en la divulgación de la historia de España, la pudieron comprobar los miles de universitarios que el 4 de junio de 1976, a las siete y media de la tarde, abarrotaron el Aula Mergelina para escucharle hablar sobre «Lo que el mundo debe a España». Después de aconsejar a los jóvenes que olvidaran cualquier «posible y sombría concepción del pasado», el abulense repasó el proceso de «reconquista del mundo norteño frente a la Europa meridional, islamizada», recordó que «Europa se hace porque España es su vanguardia y de ella recibe su propia enseñanza», apuntó que «también en América fuimos la vanguardia de Europa», e ironizó con el fin de los imperios francés y británico (de este último, señalaba, solo quedaba Gibraltar) mientras que del español «sí queda algo que perdura y se extiende por toda América: nuestra lengua, nuestra cultura, ese es nuestro legado».
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La segunda faceta, la de intelectual comprometido con el presente y el futuro de Castilla, la hizo pública al día siguiente, 5 de junio de 1976, aprovechando una rueda de prensa en la que actuó como padrino de la recién creada Alianza Regional de Castilla y León. Impulsada por los catedráticos de Derecho Gonzalo Martínez Díez y Alfonso Prieto, la Alianza pugnaba por atar en corto las ínfulas autonomistas catalanas y vascas y conseguir un estatuto castellano y leonés que diera cabida a un concierto económico capaz de evitar todo atisbo de discriminación fiscal.
Sánchez Albornoz, que se definía como «persona decente, demócrata y liberal», acogió la idea con entusiasmo: «Yo soy un castellano y estoy dispuesto a lograr que Castilla ocupe el puesto que le corresponde. En todo lo que haga la Alianza me tiene a su lado, puede contar con mi firma y con el peso de mi voz. Si fuese más joven me presentaría a diputado por Castilla», confesaba, al tiempo que apostaba por un estado federal compatible con la unidad nacional, proponía luchar por «la igualdad fiscal de Castilla» y aconsejaba a los más jóvenes defender la libertad y no dejarse seducir por el comunismo: «Podría haber mañana una serie de repúblicas regionales mandadas por jefes comunistas bajo los que no se podría hacer nada, absolutamente nada, sin su permiso».
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Claudio Sánchez Albornoz, que entonces tenía 83 años y durante su destierro siempre pensó que ya nunca volvería a España, regresaría definitivamente en julio de 1983 para instalarse en su Ávila natal. Falleció al año siguiente en el hospital de Nuestra Señora de Sonsoles y está enterrado en el claustro de la catedral abulense. «Me salvé dos veces de morir fusilado, he tenido tres hijos, 9 nietos y 7 biznietos. He trabajado, he vivido honradamente, no debo un real a nadie, he investigado y escrito, no he sido, ni seré, profeta en mi tierra. Estoy sólo y no hago ya nada en este mundo», le había confesado meses antes al periodista Manu Leguineche.
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