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Enrique Berzal
Sábado, 5 de marzo 2016, 12:27
«Le aseguro que aquí nadie, ninguna unidad ha hecho alguna cosa extraña. Al contrario, la VII Región Militar estuvo desde las siete de la tarde en perfecto orden, como durante todas las jornadas». Era solo una parte de las declaraciones más esperadas tras el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981: por fin, diez días después de aquel triste episodio, el teniente general Ángel Campano rompía su silencio.
La entrevista, publicada en El Norte de Castilla el 5 de marzo de 1981, tenía como objetivo el de Campano, por supuesto- dar una imagen de normalidad y desmentir, como bien señalaba el periodista, «la publicación realizada en algunos medios sobre que el teniente general Campano se había mostrado dubitativo en torno a la situación».
En síntesis, el capitán general de la VII Región Militar aseguraba haber acatado de inmediato las órdenes del jefe de Estado Mayor, teniente general Gabeiras, y que cumplió «con la mayor rapidez y precisión para poner en marcha la alerta correspondiente de la Operación Diana», ordenando que fueran acuarteladas todas las tropas en sus respectivas unidades.
Lo cierto es que las declaraciones se atuvieron al guion previsible y no convencieron a quienes vivieron de cerca los acontecimientos. Ni siquiera al mismo periodista de El Norte de Castilla que le entrevistó, Fernando Barrasa, que 19 años más tarde, en el libro La Transición en Valladolid, dirigido por Julio Martínez, reconoció:
«Ángel Campano quería llegar a su jubilación (en septiembre pasaría a la situación B) y marcharse a su casa sin problemas (). Después de dos horas de conversación en su despacho, le dije a Campano que publicaría la entrevista según su versión, pero que sabía perfectamente lo que había pasado aquella noche y lo que se quiso realizar.
-Mire le dije- comprendo su postura y creo que en estos momentos y para el bien de la democracia debemos publicarla. Pero todo lo que me ha dicho no es absolutamente cierto», sentenció el periodista, a lo que el general, sobresaltado, contestó que «a las situaciones, en ese momento, había que darlas un tono tranquilizador».
Y es que la realidad de aquel 23-F nada tuvo que ver con esa imagen de placidez y calma que Campano quiso transmitir. Bien es cierto que aquí no se siguieron los mismos pasos golpistas que en Valencia, donde el capitán general, Jaime Milans del Bosch, sacó las tropas y decretó el estado de guerra, pero no lo es menos que toda la jornada se vivió con una tensa inquietud a causa del prolongado silencio de Campano.
Ex director general de la Guardia Civil y, según diversos autores, perfecto exponente del «sector azul» del Ejército, poco proclive por tanto a la Monarquía, el capitán general era bien conocido entre quienes desde finales de 1977 ya apostaban por un giro en los acontecimientos que rectificase el rumbo del, por ellos considerado, errático gobierno de Adolfo Suárez.
Si diversos informes le situaban, entre 1977 y 1980, en el cogollo de conocidas propuestas de cariz golpista junto a destacados representantes del viejo orden como Fernando de Santiago y Díaz de Mendivil, el general de División Jaime Milans del Bosch y los tenientes generales Barroso, Álvarez-Arenas, Coloma Gallegos, Pita da Veiga, Prada Canillas e Iniesta, a finales de diciembre de 1980 participaba en el famoso «colectivo Almendros», el mismo que en El Alcázar apostaba por el plan pergeñado por el general Armada: ante la desastrosa situación del país (132 atentados de ETA en 1980, dura crisis económica), se imponía una solución encabezada por el Rey.
El nombre de Campano también figuraba entre los altos mandos militares que el 23 de enero de 1981, según confesión del cardenal Tarancón a Abel Hernández, trataron de presionar a Suárez para que dimitiera en una suerte de «encerrona» preparada, con la aquiescencia del propio don Juan Carlos de Borbón, en el Palacio de la Zarzuela. Con Campano estaban Milans, Elícegy, Prieto y Merry Gordon.
Con Milans
A principios de febrero de 1981, recién nombrado el general Alfonso Armada segundo jefe del Estado Mayor por el monarca, y lanzado ya a ese golpe blando o semiconstitucional que pasaba por nombrar un gobierno de concentración presidido por él, Campano fue uno de los tenientes generales que se entrevistó con Milans del Bosch para apoyar dicha solución. Así lo destaca, por ejemplo, el profesor Muñoz Bolaños en su tesis doctoral, publicada con el título 23-F: Los golpes de Estado. Junto a Campano figuraban, como capitanes generales de confianza para apoyar el plan de Milans y Armada, Pedro Merry Gordon (Sevilla), Antonio Elícegui Prieto (Zaragoza) y Manuel de la Torre Pascual (Baleares). A estos cuatro tenientes telefoneará Milans nada más producirse la entrada del teniente coronel Antonio Tejero en el Congreso.
Varios testimonios dan cuenta del posicionamiento de Campano en ese momento. El primero, el del propio Armada, cuando años después confesó al catedrático José Manuel Cuenca Toribio: «El [Capitán general] de la VII era Campano. Con Campano hablé varias veces y me decía: A mí me encanta esto del golpe, pero lo que pasa es que de Jaime [Milans] no me fío, porque Jaime -tú ya sabes- vale poquito. Si tenéis que hacer otra cosa.... Le dije: No, yo no estoy en el golpe, Campano; Bueno, pero es que aquí esto se puede...».
No menos explícito fue Armada con el periodista Jesús Palacios, autor del libro El 23-F: el golpe del CESID, a quien confesó haber advertido al Rey, el 13 de febrero de 1981, de una inminente intentona golpista que Campano secundaría: «El Rey me pidió que le informase de todo lo que supiera. Así lo hice. Le informé con todo detalle del malestar que había en las Fuerzas Armadas y de que se estaba preparando algo, un movimiento fuerte de generales y que tan pronto como se produjera se iban a sumar al mismo varias Capitanías Generales, como la III de Milans, la II de Merry Gordon, la IV de Pascual Galmes, la VII de Campano López y alguna otra más»
Otro importante testimonio es el de Antonio Quintana Lacaci, quien siendo capitán general de Madrid el día del golpe revocó la orden del general Juste de sacar la División Acorazada Brunete para ocupar la ciudad; diez años después de aquel episodio, Quintana Lacaci, recordando el papel jugado por los diversos capitanes generales, confesaba a El País: «Campano: con muchas dudas, pues según él, algo habría que hacer que la Alerta 2».
De todo lo recabado hasta el momento parece evidente que Milans del Bosch, capitán general de Valencia y único que aquel día sacó los tanques a la calle, estaba plenamente convencido de que los capitanes generales de las II, IV, V, VII Regiones Militares y de Baleares apoyarían su determinación y la de Armada.
Tales antecedentes, unidos a los conocidos ánimos involucionistas que anidaban en la Academia de Caballería y en el Regimiento Acorazado Farnesio, 14 de la Brigada de Caballería, al mando del coronel Gonzalo Navarro Figueroa, explican la tensión reinante en Valladolid.
Los principales testigos del momento, desde el gobernador civil, Román Ledesma, al alcalde de la ciudad, Tomás Rodríguez Bolaños, han recordado en otras ocasiones la angustia que experimentaron aquella jornada del 23-F en la que Ángel Campano se parapetó en su despacho de Capitanía, en el Palacio Real frente a la iglesia de San Pablo- a la espera de acontecimientos.
Siguiendo sus órdenes, Manuel María Mejías, gobernador militar de la ciudad y hombre adicto al Rey había sido su profesor-, contactó con el jefe accidental de Estado Mayor de la VII Región, coronel de caballería Rafael Gómez Rico, y con los diferentes capitanes generales de la región para poner en práctica, sucesivamente, la Operación Diana, Alerta 1, y la Operación Diana, Alerta 2.
A su vez, Ledesma despachó rápidamente con el gobernador militar, contactó en Madrid con el gobierno de urgencia formado por los secretarios de Estado, presidido por Francisco Laína, y convocó a la Junta de Seguridad, formada por los responsables de orden público, en su propio despacho.
La situación no era fácil. De hecho, Navarro Figueroa llamó al jefe de información y municiones para darle la orden de repostar todos los vehículos, municionar cada una de las unidades, y esperar acontecimientos. Así se hizo: los cuatro escuadrones, uno de carros, otro acorazado, uno ligero y otro de plana mayor fueron repostados y municionados. En el destacamento del Pinar de Antequera permanecieron preparados los tanques, y en el de la carretera de Madrid, los vehículos ligeros. El sumario de la causa 2/81 deja entrever, como pone en evidencia Muñoz Bolaños, que Campano estaba al tanto de esa pretensión de algunos jefes y oficiales, liderados por el coronel Navarro, de sacar las tropas a la calle. Y también se sabe que el capitán general llamó varias veces al propio Armada animándole a que se dirigiera al Congreso de los Diputados para que fuese proclamado presidente del Gobierno.
Lo cierto es que Milans del Bosch, convencido de que Campano seguiría sus pasos, llegó a enviarle el Bando que había publicado en Valencia para que hiciera otro tanto en Valladolid. Fue entonces cuando el capitán general recabó la opinión del coronel auditor, Virgilio Peña, puesto que la Ley 45/59 de 30 de julio, de Orden Público, obligaba a la presencia del auditor militar para proclamar el estado de guerra. Peña le disuadió argumentando las gravísimas irregularidades jurídicas que concurrían en el texto. Afortunadamente, Campano no se atrevió a dar el paso y, sopesando su inmediato futuro, decidió hacer caso a Peña, aguardar al pronunciamiento del Monarca y escuchar a Gabeiras.
Según declaraciones de Francisco Laína, en Zarzuela preocupaba sobremanera la actitud de Campano, puesto que no contestaba al teléfono pese a que sabían, por informaciones directas de Ledesma, que no había salido de su despacho de Capitanía. El de Valladolid fue, asegura Laína, el último capitán general en descolgar el teléfono y manifestar su adhesión al Rey antes de la emisión del mensaje televisivo.
A principios de agosto de 1981, en virtud de una nueva Ley de Reserva Activa aprobada por el Parlamento para rejuvenecer los cuadros de mando de las Fuerzas Armadas, Ángel Campano fue pasado a la reserva, cesando por tanto como capitán general de la VII Región Militar. Campano y Merry Gordon (II Región Militar) fueron los dos primeros tenientes generales a quienes se aplicó esta medida.
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