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Esquina del la calle Colmenares con Gamazo.
Óxidos y vallisoletanías

El triángulo de los hombres sin bermudas

«En el Gareus solo suena música de hilo musical y reina ese murmullo de fondo de las conversaciones lejanas, de las tazas apoyándose con educación sobre los platillos, del periódico que se dobla y se estira como si aún quedaran caballeros»

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 13 de junio 2025, 09:56

Ocasionalmente entro en portales inmobiliarios para ver pisos en Gamazo y Colmenares. No me vale ninguna otra calle en el mundo: pulso sobre la opción 'dibujar tu zona' y trazo un triángulo rectángulo desde la plaza de Colón hasta la casa en la que nació Delibes, bajo por Colmenares y vuelvo a Colón. Es decir, ni siquiera me vale todo Gamazo sino solo un tramo. Si no es ahí, prefiero quedarme donde estoy, que se está muy bien. Ese perímetro es mi lugar en el mundo y no encuentro demasiadas razones para salir de él. Opto con las mañanas del Campo Grande y su aire nuevo, la luz de la tarde yendo a morir a las fachadas señoriales de la burguesía y la noche callada y elegante de tres calles en pausa. Porque mi única vocación es la de pequeño burgués, qué le vamos a hacer, yo quiero escribir un rato, comer en un restaurante y por la tarde ir al cine, o al teatro o a ver a Morante. Y los domingos a misa en Filipinos. Y a dormir. Yo sé que son pretensiones poco revolucionarias, pero qué se va a hacer, solo opto a vivir como un tío del PSOE de Valladolid. Y en ese saco incluyo a insignes camaradas como el Fiscal General del Estado, que no sé si tienen el carné, pero, desde luego, comparten con ellos cloaca, indignidad y desprestigio. Y conmigo pretensiones.

Lamentablemente, los portales inmobiliarios me devuelven casas que no me puedo permitir. Pero aun así, yo las miro e incluso hago cuentas: «Si vendo todo lo que tengo, me lo juego en el casino, lo que gane lo invierto en comprar lechazos, alquilo un restaurante, vendo esos lechazos por cuartos y después llamo a Aldama para que meta el resultante en lo de los hidrocarburos, quizá pueda reunir lo suficiente como para dar la entrada». Aunque luego tenga que dormir en el suelo. Pero pronto se cae el invento y la ensoñación, y como no puedo permitírmelo, miro la sede de UGT de la esquina con Bailén y me convenzo de que el concepto de propiedad es una abstracción neocapitalista, puede que incluso fascista, pero, en cualquier caso, preciosa. Y me voy a la cafetería del Gareus, que es mi lugar favorito en el mundo. Cuando alguien, para quitarme la ansiedad me dice algo así como «cierra los ojos y vete mentalmente a tu lugar tranquilo», yo me voy a Colmenares con Gamazo. Y entonces me pongo aún más nervioso, porque desde ahí miro los límites de la zona que marco en los mapas y la creo mía. Y me meto en la cafetería del Gareus, que es un lujo del que Valladolid aún no se ha enterado, para marcar mi territorio.

Ahora que lo pienso, quizá al comentarlo se diluya el secreto. Porque los vallisoletanos no conocemos los hoteles de nuestra ciudad y no sabemos lo que nos perdemos. No somos conscientes de lo maravilloso que puede resultar aislarse de la realidad desde su mismo corazón, formar parte del escenario, pero sin interactuar con él, no ser ni oriundo ni turista, ponerse el disfraz de espectro y vivir la vida con la urgencia de un torero fuera de cacho. Me gusta tomar café allí entre visitantes. No solo porque no me dan conversación sino porque el estilo de los huéspedes se me pega y me hace sentir mejor de lo que soy, por ósmosis. Esos turistas del Gareus hacen que se me pegue la sonrisa tranquila de las personas elegantes y descreídas, y entonces comienzo a comportarme como ellos, con una actitud que mezcla cercanía con distancia, como si, de repente, me hubiera convertido en Loquillo y fuera yo también un turista de mí mismo.

El bar parece el de un hotel de Londres, con su moqueta, su terciopelo, sus colores cálidos y sus sillas estilo Chester. Allí tienen todos los periódicos que una persona puede imaginar y todo el silencio que la ciudad no sabe que aún guarda. En el Gareus solo suena música de hilo musical y reina ese murmullo de fondo de las conversaciones lejanas, de las tazas apoyándose con educación sobre los platillos, del periódico que se dobla y se estira como si aún quedaran caballeros. Es un lugar fuera del tiempo, una cápsula burguesa con eco de biblioteca británica, donde nadie te apura, donde no pasa nada y por eso a veces pienso que, en realidad, quizá lo de los lechazos ha salido bien y hemos ganado la partida.

A veces me basta con sentarme, pedir un café corto y leer durante una hora sin que nadie me mire, sin que nadie sepa si estoy esperando a alguien o si estoy huyendo de todos. Es la pausa en una ciudad que no suele regalar pausas. El Gareus no es una cafetería, es un escondite, una costumbre, un rincón de novela de Graham Greene, pero al lado de la casa de Julián Marías. En los sonidos de fondo se oyen personas que se están conociendo, otras que se despiden sin ruido y algún cliente habitual que lleva la cuenta en la cabeza y la vida a cuestas. En una esquina, un inversor anota frases que no terminará. Y un político local se esconde sin saber que lo estoy mirando.

Pero hago como que no lo he visto y, cuando salgo, vuelvo por Colmenares con ese tipo de nostalgia que se tiene por lo que aún no se ha perdido. Porque todo eso —la zona trazada en el mapa, la luz de las seis, el repartidor que lleva la cuenta en una libreta de cartón, el sonido del café cayendo desde una máquina italiana que no se ve— es una forma de estar en el mundo. Una zona absurda, diminuta, que solo entiendo yo, pero que es mi patria. Porque no hay patria más verdadera que aquella por la que uno no se atrevería a pelear, pero sí a escribir y por la que uno seguiría entrando, cada tanto, en portales inmobiliarios como quien entra en una iglesia en la que ya no cree, pero a la que no puede dejar de volver. Yo entro ahí, dibujo mi triángulo sagrado – el triángulo de los hombres sin bermudas- y contemplo los pisos como si fuesen vitrinas de otra vida que, en el fondo, ya estoy viviendo sin firmar escrituras. Me basta con saber que existen. Con saber que hay una persiana en Gamazo que da al sol de la tarde, una lámpara encendida en Colmenares, un desayuno servido en silencio en la cafetería de un hotel al que no he llegado como huésped, pero del que salgo cada día como quien descansara de sí mismo.

Lo demás –la propiedad, la renta, la entrada, los impuestos, el casino, los lechazos, Aldama– es tan solo decorado. Yo ya tengo lo esencial: una esquina que me espera sin exigir nada, una brújula que no se mueve, una patria sin bandera ni notario. Una zona minúscula y definitiva en la que todo lo que soy cabe dentro de tres calles, un hotel y un mapa dibujado con el dedo. Como dice Sabina: «Con las sobras de mis sueños, me sobra para comer».

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