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Cisjordania, enclave de tierra reseca y pedregosa sitiado por Israel, no tiene ni ríos ni cordilleras y limita solo con las aguas saladas del mar ... Muerto. En una superficie de colinas peladas equivalente a la de Tarragona o Cantabria, viven encerrados entre alambradas y muros de hormigón 2,7 millones de palestinos y 470.000 israelíes, habitantes éstos de las colonias judías consideradas ilegales por el derecho internacional. El primer ministro, Benjamin Netanyahu, anunciará el próximo martes con detalles el plan de ocupación definitiva de ese territorio, disputado desde hace un siglo entre judíos y árabes. Ninguna otra tierra tan árida en el mundo acoge a tanta densidad de población, ni ha sido objeto de guerras alimentadas por la obstinación y una misma imaginería religiosa de idéntica ambición: la de poseer hasta el último guijarro de un territorio seco, baldío y desolado. El litigio entre israelíes y palestinos atraviesa ahora otra zona minada que remueve hasta el subsuelo del Oriente Medio, tan proclive a propagar sus temblores sísmicos más allá de las fronteras del exiguo mapa donde se asentaron hace más de treinta siglos las tribus de Israel, según establece el libro del Éxodo en su narración fantástica reivindicada por los judíos como divino certificado notarial de propiedad.
Con el sigilo que impone desde hace siglos en esa región-visagra tan sagrada, se juega ya la postrera partida de ajedrez entre creyentes. Sobre el mapa de un espacio poroso (los huecos de los trescientos asentamientos judíos marcados en rojo) se mueven humillados ante las patrullas militares israelíes los descendientes de quienes fueran amos y señores de esa tierra hasta hace un siglo. Las piezas perdedoras del tablero, los palestinos encerrados que solo pueden salir de su recinto cruzando una decena de controles policiales, van cediendo su terreno a razón del uno por ciento anual. Los reyes, castillos y caballos se alzan ya con su victoria, la ocupación (el 70% de Cisjordania está bajo control militar israelí), a la espera del asalto definitivo, el jaque mate que premiará la estrategia de la invasión sigilosa y doblegará las últimas pretensiones del adversario, reducido a la debilidad de un pueblo arrogante, desarmado y en prisión.
Los cañones de las guerras entre judíos y árabes, siempre desiguales, han estado cargados de religión y sentimientos. El gobierno israelí de coalición, compostura política de milicia y sinagoga como siempre, ha puesto en marcha el reloj del abordaje final a tierra tan ansiada, la de las tribus de Samaria donde se asentó el primer reino de Israel. Mientras el mundo tiembla por la pandemia del coronavirus que acongoja a media humanidad, los muñidores israelíes preparan la conquista de Cisjordania envidando en la maniobra oportunista con la sinuosa estrategia del disimulo. La prensa propaga estos días inquietantes mensajes de un fin del mundo viral. Los líderes de los países más poderosos emplean sus energías en salvar de la muerte a sus conciudadanos y librar de la quiebra a sus economías, y los adversarios árabes vecinos están más desarticulados que nunca. Todos miran a otro lado cuando el gobierno mixto del ladino Netanyahu, garante de su impunidad ante los tribunales que le acorralan por presuntos sobornos y fraudes, echa sobre el tablero de la política internacional su lance de conquistador, avalado desde la penumbra de los negocios por uno de los 'lobbys' más poderosos de la Casa Blanca. El personaje más visible de esa operación de largo alcance, fatuo promotor de un 'Plan de Paz' definitivo en Oriente Medio, es Jared Kushner, yerno de Donald Trump y joven empresario que controla el aluvión económico de los grandes inversores judíos estadounidenses.
El primer objetivo del gabinete israelí, halcones militares y líderes religiosos dispuestos a aprovechar la tranquilidad anestesiada de los países árabes, es anexionar de inmediato la angosta franja verde del río Jordán y acreditar así su soberanía sobre esa frontera con Jordania. Benjamin Netanyahu, crecido por su aguante ante los acosos judiciales, ha decidido pasar a la acción, a pesar de que ese cambio de fronteras por la fuerza es una violación tangible del derecho internacional. No hay en esa frontera ninguna razón de supuestos peligros para Israel: su ejército controla desde hace dos décadas ese límite con Jordania; pero los halcones de Jerusalén pretenden enterrar con ese ataque simbólico la idea de un Estado palestino limítrofe con sus hermanos jordanos. Esa ocupación creciente de tierra neutral busca alimentar un Estado judío con ciudadanos árabes de segunda clase, aunque nada ha dicho aún el gobierno israelí sobre la nueva condición legal de los agricultores palestinos, varias decenas de miles, asentados en la ribera derecha del Jordán. El siguiente envite, que ya cuenta con la aprobación de Trump, será incrementar sin límite la creación de nuevas colonias en Cisjordania y legitimar los asentamientos ilegales de los judíos ultraortodoxos.
Desde su fragilidad y ante el abandono de los aliados árabes, el rey Abdallah de Jordania ha lanzado un reto descorazonador y sombrío a su vecino israelí: «No deseamos amenazar a nadie, pero no excluimos ninguna opción» para hacer frente a la anexión territorial que el gobierno de Netanyahu da por inevitable. Hace un siglo el secretario inglés para las Colonias Winston Churchill diseñó en Jerusalén el primer mapa de Transjordania, territorio árabe cuyo mandato entregó al rey Abdalla I. De aquel embrión de desdichas (casi 100.000 kilómetros cuadrados) nació Cisjordania, hoy exiguo arrendamiento de Israel donde los palestinos malviven sus años postreros, abandonados y víctimas de una injusta epopeya.
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