«Me siento muy cómodo interpretando o diciendo en voz alta lo que otros han escrito. En eso consiste mi seguridad. Pero cuando te pones en juego a ti mismo, uno ya no está tan seguro», decía Juan Antonio Quintana (Zaragoza, 1939), el más generoso de los 'avaros', foco y pilar del teatro vallisoletano, profesor y director de escena, formador de varias generaciones de actores, voz eterna de otras muchas voces que este martes, a los 83 años, se silenció. Quintana apagó las luces de su camerino. Falleció este martes en la residencia en la que vivía en los últimos años –en 2016 anunció que padecía parkinson–, y a la que regresó hace dos semanas después de un ingreso hospitalario.
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Aunque maño de nacimiento, su vinculación con Valladolid ha sido estrechísima en los últimos 54 años. Juan Antonio, el hijo de Juan (empleado de banca) y Felisa (ama de casa), estudió Filosofía y Letras en su Zaragoza natal. Apasionado del teatro (con 17 años debutó en su ciudad con 'La lección', de Ionesco), tras una temporada en Madrid y un año en Francia, recaló en Valladolid en 1968.
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Respondió a la llamada de Carmelo Romero, el director de Corral de Comedias, la compañía que, por iniciativa de Antolín de Santiago y Juárez, se fundó en 1957 y que desde 1963, ya bajo la dirección de Romero, apostó por nuevos lenguajes teatrales. «Carmelo me preguntó si quería venir a trabajar como actor y director a Valladolid. Entonces yo estaba en Francia estudiando teatro y su llamada me hizo elegir entre dos caminos: la búsqueda del éxito personal como actor en Madrid o la lucha por la descentralización del teatro en España y la oportunidad de hacer lo que quisiera sin estar sometido a intereses empresariales. Y elegí el segundo», contó en el año 2000.
En el repertorio del aquel grupo –cuyas riendas asumió Quintana en 1969– figuraban 'La última cinta', de Becket, 'Tío Vania', de Chéjov, 'Ubu rey', 'La zapatera prodigiosa'. La censura estaba muy pendiente de ellos: una obra suya sobre Brecht fue prohibida por la censura, recuerda el crítico teatral Fernando Herrero.
El afán de Romero al contactar con Quintana era profesionalizar la compañía. Desde entonces, la vida de aquel joven actor maño estuvo siempre vinculada con la ciudad del Pisuerga. «Elegí deliberadamente venir a Valladolid. Mi afán y mi ilusión era convertir el teatro de esta ciudad en un hecho cotidiano y habitual; que no estuviera solamente limitado a las ferias y fiestas. Esa fue la razón de mi lucha y, afortunadamente, no solo con mi trabajo, sino también con el de tantas gentes aquí dedicadas al teatro, hemos conseguido que sea así y que el hecho teatral esté vivo y presente todo el año», aseguraba Quintana en una entrevista para El Norte en 2006, cuando fue designado pregonero de las fiestas patronales.
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Valladolid fue la ciudad en la que encontró a su «compañera en la vida y de colaboración artística», Mery Maroto, con quien se casó, en la parroquia de San Mateo, en el paseo de Zorrilla, en 1972. Ese fue un año clave en la carrera profesional de Quintana. Su nombre saltó de las plateas vallisoletanas al panorama nacional gracias a 'La piedad', un montaje sobre texto de Fernando Herrero. Participaron con esta obra en el festival de Sitges y consiguieron todos los premios (interpretación, dirección, escenografía). «Aquello supuso nuestro lanzamiento en España», recordaba Quintana, quien fue además profesor en Pajarillos y en el instituto La Merced.
En el curso 1976-77 creó el Aula de Teatro de la Universidad de Valladolid, por la que pasaron actores como Diego Martín, Eva Hache, su hija Lucía Quintana, Eva Martín o Carlos Domingo. Entre sus papeles, participó en montajes de 'Don Juan Tenorio', 'La familia de Pascual Duarte' o 'Esperando a Godot'. Quizá su personaje más recordado haya sido 'El avaro', de Molière. «Indudablemente, desde el punto de vista de aceptación popular, Arpagón se convirtió en un suceso social», recordaba. «Ante todo me siento actor. Lo de dirigir ha surgido después y ha estado muy marcado por la visión del intérprete; por eso creo que he logrado ser buen director de actores», aseguraba quien, en 1992, fundó Teatro Íntimo. El nombre surgió de su admiración por Strindberg. «También porque durante un tiempo soñé con tener una pequeña sala donde hacer teatro a diario».
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A finales del siglo pasado vivió una época dorada en los escenarios madrileños. Estrenó allí 'El avaro' y 'Yepeto', en el teatro Olimpia, que le valió en 1997 el premio Mayte, uno de los de mayor prestigio en el ámbito escénico español. «Fue como si me hubiera tocado el Gordo de la lotería. Supuso un lanzamiento a título personal y me abrió las puertas para hacer con Tamayo 'Divinas palabras'». Después llegó el protagonista de 'Entre bobos anda el juego', con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y más tarde 'Los invasores del palacio', texto de Fernando Fernán Gómez, en el que estuvo acompañado por Gemma Cuervo y Nathalie Seseña. «No sé lo que durará esta etapa, pero no puedo dejar pasar estas oportunidades», decía en el año 2000.
Este descubrimiento tardío de Quintana le llevó también a la televisión y entre los años 2002 y 2005 participó en los 92 capítulos de 'Ana y los siete', serie de TVE protagonizada por Ana Obregón. «Fue la propia Ana quien me lo pidió», explicaba el actor. «Nunca había trabajado antes en televisión y me dio una popularidad increíble. Gracias ello estoy disfrutando de un enorme cariño y simpatía. Ahora me conocen en cualquier rincón de España», decía en pleno éxito de la serie.
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Llegarían después papeles en 'Sin tetas no hay paraíso', 'Hospital central' y 'Amor es para siempre', donde, a lo largo de 165 episodios, interpretó a Basilio Ruiz. Uno de sus últimos papeles televisivos, en 2016, fue dando vida a Santiago Ramón y Cajal en 'El ministerio del tiempo'. En cine, intervino en 'Mamá es boba', 'La vida de nadie' (Junto a Adriana Ozores y José Coronado)o 'Los girasoles ciegos'.
Pero, más allá de la pantalla, su pasión siempre fue el teatro (más de 40 obras estrenadas), «donde el público está ahí y respira el mismo aire que tú», y que reivindicó desde su vertiente más «inconformista». «El teatro debe tener un sentido y un espíritu crítico, así como un afán liberalizador». Por eso, aseguraba, aquellos años de furor en Madrid los vivía siempre con un ojo mirando al Pisuerga: «Cuando me fui a Madrid, sentí una gran ausencia de Valladolid. He llegado a preguntarme, ¿para qué he dedicado mi vida al teatro? Pero ahora encuentro la respuesta de sentirme recompensando. El público de Valladolid me quiere y lo digo con humildad. En este tiempo me llegan muestras por todas partes y de todo tipo de gente. Y, de pronto, te dices a ti mismo: 'Todo ha merecido la pena'».
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