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EN REDONDA

DON DIEGO CORLEONE

ANTONIO G. ENCINAS

Domingo, 27 de junio 2010, 03:15

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Le encantan los micrófonos. No los periodistas, ojo, a ésos no los soporta, sino los micros, esos artilugios que graban todo lo que sale de su boca para después difundirlo por el mundo entero. Diego, con su tipo -más que nunca- de barrilete, cósmico o terrenal, se remanga, chasca los dedos y empieza a soltar sentencias. Porque Diego, el Diego, no habla, sienta jurisprudencia.

No es culpa suya. O al menos no solo. Entre todos le hemos convencido de que cuando él habla el mundo entero debe callarse y asentir. Y contribuimos a engrandecerle cuando le damos pábulo a cada gesto, a cada sandez o, incluso, a cada genialidad que se le escapa por la boca. Porque Diego no tiene pausa, cada cosa que le viene al cerebro baja ineluctablemente hacia su boca y se le escapa a borbotones. Sea lo que sea. Y muchas veces, demasiadas, es una estupidez o un deje de machito que le queda de cuando era capaz de burlar a todo un país, y de vengar de paso a otro, el suyo, con un gol con la mano y otro de eslalon imposible.

¿Qué pasará si Diego gana el Mundial como entrenador? Pues que se encaramará definitivamente a su pedestal divino y ya no habrá quien lo baje. Y que encumbrado a él, sin una mota de modestia, logrará abochornarnos a todos una y otra vez al tiempo que replicará, a cada crítica, con un «que la sigan chupando».

Ha llegado a este Mundial convertido en Don Vito Maradona. Con el anillo opulento en el dedo y el traje obligado, que le queda tan fuera de lugar como a los chavales que celebran el fin del Bachillerato ahogados por el nudo de la corbata de su padre y con los movimientos desgarbados por una chaqueta prestada que les viene ancha. Diego ha decidido que él es el salvador de la patria argentina, que el mundo entero está contra él y que sólo tiene una familia: la de los jugadores.

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Emplea con ellos el mismo método del Don Corleone de Mario Puzo. Se le ve en los gestos. El primer día, ante Nigeria, Heinze salió como un loco a celebrar su gol. Hizo caso omiso de la mano tendida del tímido Messi y buscó directamente el anillo del Padrino. «Va por usted, Don Diego, con mi agradecimiento eterno», le decía su abrazo. Idéntico al que unos días después le dedicó Martín Palermo. Veteranos 'caporegimes' fieles a su jefe que le permiten tener atado en corto al resto de la plantilla. Confía en ellos, y ellos le devuelven la confianza con un ojo avizor, evitando desmanes, aglutinando al grupo.

Pero Diego sabe mucho. Quizá no le llegue la cultura para ir mucho más allá de un césped y 22 jugadores, pero tiene la experiencia de quien ha vivido y ha muerto varias veces, y ha regresado para contarlo y para pasárselo por el morro a los demás. Y es entonces cuando ve a Leo Messi. «Es mi sucesor», piensa, aunque su carácter es opuesto. Igual de ganador, la mitad de ególatra. Le critica la prensa -«otra vez la maldita canalla, que la chupen»- y le duda la afición argentina, que no le recuerda en Boca, ni en River. Que no le identifica con los 'leprosos', ni con los 'pincharratas'. Messi se hizo jugador en Barcelona, a miles de kilómetros, y eso le convierte en un extraño entre los suyos. Así que Diego, nada más concluir el partido ante Nigeria con un 1-0 suficiente, busca a Messi. Sabe que a su nuca están los objetivos, los 'flashes', las cámaras, los micros. ¡Oh, los micros! Cuántos favores le han hecho al Diego cuando los ha buscado. Embutido en su traje oscuro, llega hasta el sucesor y le coge en volandas, le besa, le acaricia, le susurra al oído halagos y su particular «dientes, dientes, que eso es lo que les jode» pantojiano. «Que la chupen, Leo», le dirá. «Tú eres yo, yo somos nosotros, Argentina entera lleva nuestro '10'. Vamos, voy, a ganar este Mundial. Soy el Diego, ¿sabés que es eso? Que Dios ha hablado». Y mientras lo dice, lo cree a pies juntillas.

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