
M. J. Pascual
Lunes, 10 de abril 2017, 17:02
Aquella tarde oscura de 1990 que aterricé en Zamora (mejor dicho, americé, porque jarreaba de tal manera que Las Viñas, hoy un barrio populoso, era entonces un barrizal de tierra roja) ya intuí que esta ciudad no era como cualquier ciudad de fin de siglo XX: se terminaba y empezaba en un calvario, Las Tres Cruces. No pasaría mucho tiempo hasta que descubrí que ese pequeño Gólgota era punto de inflexión, genuflexión y reverencia.
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Toparme con unos locos de la radiodifusión, esos pioneros que tuvieron la osadía de retransmitir una procesión debajo de un paso, fue decisivo. Apenas dejé la maleta, tomé la decisión: tenía que ver todas y cada una de las procesiones si quería entender Zamora y a los zamoranos. Para ese viaje iniciático topé con el mejor de los cicerones. Me sentí, salvando las enormes distancias, como Dante acompañado de Virgilio, expectantes los dos a la puerta del purgatorio. Con mi nuevo amigo descubrí el mejor rincón donde apreciar el romanticismo tenebrista de Las Capas (y el susto del estruendo de las matracas en el silencio de la noche). El punto de la calle donde mejor se aprecia el parecido del rostro de La Verónica con el de la Venus de Milo. El reflejo morado del Nazareno sobre el río cuando pasa por el Puente de Piedra. Y, entre otras delicias asociadas, el mejor sitio para tomar unas sopas de ajo con aguardiente en el descanso de las Cinco de la Mañana.
Pero el colmo del privilegio me esperaba a las tres de la tarde en la Catedral. Jamás olvidaré el ritual casi privado del descendimiento del impresionante (me pareció gigantesco) Cristo de las Injurias. Allí estaba la formidable talla, elevada sobre un curioso sistema de primitivas poleas, para poder salir de su capilla. Un Crucificado convertido de repente en un Yacente, en un tránsito forzoso y necesario hacia la majestad que iba a alcanzar después, en el atrio de la Seo, cuando toda la ciudad le jura silencio.
Allí, tendida en el suelo, prodigio de perfección anatómica producto de una gubia maestra, la talla del Injuriado parecía aún más doliente y conmovedora. Para mi sorpresa, alguien acercó con orgullo una linternita al rostro de la imagen para mostrar a los ojos atónitos de los no iniciados que el artista, en su afán de búsqueda de la perfección, había tallado hasta el paladar. Fue en ese preciso instante cuando comprendí el misterio y compartí una pizca de esa sensación de que cada Cristo, cada Virgen, cada uno de los pasos, forma parte de la pequeña historia íntima y del imaginario colectivo de Zamora, como Viriato. La Semana Santa está en la información genética de los zamoranos.
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