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En Lastras de Cuéllar, en el monte de las Ensanchas de Navacedón, cerca de Los Porretales, puede encontrarse algún resto de aquel accidente aéreo del que todavía hablan los vecinos más longevos sin saber muy bien qué ocurrió, porque el paso del tiempo y las brumas del recuerdo han terminado por convertir aquel pasaje histórico en leyenda. «Preguntaba y nadie sabía decirme nada concreto. En Lastras, las referencias son muy vanas. Muchos lo han oído contar a sus mayores; a otros les va fallando la memoria... Han pasado ochenta años. Por otra parte, cada uno lo vivió de una manera».
La curiosidad llevó a Félix Martín Galicia –estudioso de la historia local que escribe en el blog www.lastrasdecuellar.net– a recurrir al archivo del Ejército del Aire. En sus documentos encontró todas las respuestas. Efectivamente, el 9 de noviembre de 1939, un avión militar se estrelló en las cercanías de Lastras de Cuéllar. Era un Savoia S-81, matrícula 21-52, que había despegado media hora antes del aeródromo de Villanubla, en Valladolid, con destino Palma de Mallorca. En él viajaban doce militares, la mitad pilotos que llevaban días esperando para volar a Baleares y recoger allí aviones de caza asignados a su unidad, el 26 Grupo de Caza, estacionado en el aeródromo leonés de La Virgen del Camino. «Mi sorpresa fue comprobar que aquel suceso culminó con un consejo de guerra contra el piloto, uno de los cuatro supervivientes de la catástrofe. En el expediente están recogidas sus declaraciones, lo que permite hacernos una idea de lo que pasó», añade Martín Galicia.
Aquel Savoia S-81 (21-52) era un avión veterano procedente de la ayuda militar que Mussolini había proporcionado al general Franco durante la Guerra Civil. Tenía muchas horas de vuelo, pues había prestado servicio en la guerra de Abisinia –y posteriormente para la Aviación legionaria– como bombardero y avión de transporte. Aquel 9 de noviembre del llamado Año de la Victoria, había partido de Valladolid a las once y diez de la mañana, pilotado por el teniente Miguel Ángel Sanz Martín, que llevaba como segundo piloto al teniente provisional Francisco Bacariza; como observador al teniente José Madruga López; en calidad de mecánico, al cabo José Gironés, y como radiotelegrafista, al cabo Fernando Sánchez. Como pasajeros viajaban seis pilotos del 26 Grupo de Caza de León, los tenientes de aviación Santiago de la Cuesta Sáez, José Luis Plaza Barrios, Andrés Vicente Izquierdo, Alfonso Ponte Manera e Ignacio Alfaro Arregui, elalférez Francisco Ramírez Núñez y el cabo Antonio Vidal Font. El piloto recibió instrucciones de aterrizar en cualquier campo de aviación si el tiempo, que no era muy estable, le impedía volar con normalidad. Como la ruta tenía zonas despejadas y en Madrid, al otro lado de la sierra, la visibilidad era buena, se decidió emprender el viaje.
Amante de la historia de Lastras de Cuéllar, «un pueblo que no tiene historia», Félix Martín Galicia va recuperando en el blog –«en pequeñas píldoras», dice– el pasado del pueblo del que eran sus padres y abuelos. El accidente del avión ha sido, sin duda alguna, uno de los pasajes que más han llamado la atención. Es de suponer lo que aquel desgraciado episodio supuso para una localidad pequeña y tranquila, sumida en los quehaceres cotidianos y reciente todavía el drama de la Guerra Civil. «En mi casa se contaba como si fuera una leyenda. Era un tema que, siempre, en cualquier conversación, acababa saliendo. En Lastras de Cuéllar todo el mundo se acordaba, más o menos, de lo que estaba haciendo el día en que cayó el avión. Parecido a lo ocurrido con el asesinato de Kennedy... Ahora, la memoria se va debilitando. A muchos les falla y es imposible concretar», afirma Félix. No fueron pocos los vecinos de Lastras que aquel aciago 9 de noviembre de 1939 acudieron a socorrer a los supervivientes del avión. «Los pilotos estuvieron allí poco tiempo porque enseguida los trasladaron a Valladolid. Mi abuelo me contó que lo restos del aparato se fueron llevando al pueblo en carros. Los camiones se atascaban en el pinar y los propios vecinos utilizaron sus carros. El lugar del accidente quedó muy limpio, aunque todavía pueden encontrarse allí pequeñas esquirlas de metal», añade el cronista.
Félix Martín afirma que, hasta ese momento, el accidente de Lastras de Cuéllar había sido el siniestro más grave de la historia de la Aviación Militar Española protagonizado por un solo avión. «Tengo la duda, y no he podido investigarlo todavía, si aquel trimotor que se estrelló en mi pueblo había participado en el bombardeo de Guernica. Sé que los modelos Savoia-81 tomaron parte, pero no he conseguido acceder a las matrículas para saber si el 21-52 estuvo allí. Lo de la guerra de Abisinia se dice en el expediente de la causa», señala.
El SM-81 Pipistrello (murciélago) es uno de los múltiples miembros de la familia de trimotores diseñada por SIAI-Marchetti a mediados de los treinta. El modelo entró en servicio con la Regia Aeronáutica en la campaña de Abisinia de 1935 como bombardero/transporte y las primeras unidades llegaron a España poco después de la sublevación militar de 1936, según Eduardo Granado Rubio (AeroHispanoBlog).
Los problemas llegaron en las proximidades de Cuéllar. Un banco de nubes impedía ver. Eran las doce menos veinte y el trimotor volaba a 220 kilómetros por hora, aproximadamente. Aprovechando un claro, el piloto maniobró para pasar por encima del banco y, durante la ascensión, se encontró con nubes sueltas de alguna densidad que le permitieron comprobar el buen funcionamiento de los instrumentos de abordo. En ese momento, a 3.200 metros (10.500 pies), el aparato dio con una nube densísima que el piloto no pudo esquivar, por lo que decidió escalarla introduciéndose en ella en línea recta, pues la proximidad de la sierra aconsejaba no perder altura. El avión respondía, pero el teniente Sanz Martín vio que, de repente, el horizonte artificial cambiaba a una posición completamente vertical. El piloto trató en vano de corregir la posición. Al empujar la palanca para recuperar la velocidad de vuelo normal (el anemómetro no llegaba a los 125 kilómetros por hora), notó en la aeronave una sensación extraña, como si hubiera entrado en barrena, postura de la que Sanz Martín consiguió salir. Sin embargo, segundos después, el Savoia volvió a fallar. El anemómetro marcaba ahora una velocidad exagerada: la aguja pasaba el tope. El avión descendía rápidamente desequilibrado y con bruscos movimientos de alabeo. Como vio que los mandos no respondían, el teniente ordenó comunicar a los demás la necesidad de lanzarse en paracaídas.
«El cabo mecánico Gironés fue el primero que saltó del avión, por la portezuela del ala izquierda. Después saltó el teniente Alfaro. Mientras tanto, el piloto trató de abrir la compuerta superior de la cabina con una mano, pero no lo logró, y al final lo hizo ayudándose de las dos, saltando al vacío. Tras él, se lanzó el copiloto», narra Martín Galicia, que ha reconstruido el suceso a partir de las declaraciones que los supervivientes hicieron durante la instrucción de la causa. Suspendidos en el aire, los militares que habían saltado pudieron ver cómo se estrellaba el avión, convertido en una gran bola de fuego. El piloto declaró haber visto, durante su descenso en paracaídas, partes del aparato «flotando» en el aire.
Cuando el teniente Alfaro tocó tierra, corrió hacia los restos del Savoia, pero, antes de llegar, se encontró con el cadáver del teniente Plaza envuelto en su propio paracaídas. «Es de suponer que se lanzó tan cerca del suelo, que el paracaídas no llegó a desplegarse del todo», añade Félix Martín Galicia. En las inmediaciones del avión también se encontraba el copiloto, el teniente Bacariza, que estaba herido. Dos mujeres que trabajaban en la resina lo estaban atendiendo. A pocos metros, entre los hierros del fuselaje, yacían carbonizados los cadáveres de los tenientes De la Cuesta, Izquierdo, Madruga y Ponte, del alférez Ramírez y de los cabos Sánchez y Vidal. Fue precisa la intervención de un mecánico de Valladolid para poder cortar los hierros y sacar los cuerpos. La violencia del choque había esparcido los restos del aparato en un área de cincuenta a cien metros, pero el fuselaje y los motores estaban en el lugar del impacto. «En un primer momento, los vecinos de Lastras asistieron a los supervivientes, pero el Ejército no tardó en llegar. Sé que al piloto y al copiloto se los llevaron rápidamente», señala el cronista.
Los pormenores de la tragedia figuran en el expediente de la causa que se abrió contra el teniente Miguel Ángel Sanz Martín, a quien se juzgó «por desobediencia» en consejo de guerra. El fiscal expuso que, antes de salir, el piloto había recibido órdenes del jefe del aeródromo de no cruzar la sierra si el cielo no estaba despejado, por lo que «debió limitarse a seguir la conducta que le recomendaron sus jefes y, al encontrarse con nubes, regresar al lugar de salida». La acusación sostenía que el piloto no estaba preparado para vuelos sin visibilidad, y la defensa argumentó que el teniente, cumpliendo con su deber, no había cometido imprudencia alguna: «No intentó calar la masa de nubes, sino pasar por encima de ellas para cumplir el servicio que se le había encomendado y, al intentarlo, es cuando ocurre el accidente. La causa inmediata de la muerte de estos siete pasajeros es el no ir en el avión con el paracaídas puesto, para su utilización en un accidente rápido que nunca se puede prever. No se puede considerar como desobediencia ni como imprudencia los hechos que se imputan al teniente Miguel Ángel Sanz Martín». El 14 de marzo de 1941, el consejo de oficiales generales decidió absolver al procesado del delito de daños y homicidio por imprudencia del que se le acusaba. «Por causas ajenas a la actuación personal del procesado y que técnicamente no ha sido posible determinar, los mandos de navegación del aparato resultaron ineficaces, con lo que este perdió su estabilidad y se estrelló inevitablemente contra el suelo», argumenta la sentencia.
«Lo que subyace en el expediente es que pudo haber un fallo mecánico. Mientras descienden en paracaídas, ven cómo caen algunas piezas lejos de la aeronave. Así lo declaran los testigos, aunque luego no se tiene en cuenta en las conclusiones. El desprendimiento de esas piezas pudo afectar a la estabilidad del aparato, pero nunca se acreditaron los elementos que se cayeron y si el mal estado del trimotor fue la causa real. Me da la impresión –concluye Martín Galicia– de que todo fue bien hasta que el avión empezó a ser ingobernable, que es cuando el piloto dio la orden de abandonarlo. A los que no tenían puesto el paracaídas no les dio tiempo. Finalmente se exculpó al teniente, pero se ensañaron con los fallecidos, que no llevaban los paracaídas preparados».
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