
Verano del 92: España en levitación y trance por un año mágico, en un tiempo en el que resucitamos en nuestra cabeza y de forma ... eventual el imperio, con Curro y Cobi de conquistadores y la peseta con poder frente al dólar, aunque no se lo crean. Quise celebrar esta adrenalina patria, emocional y financiera, como se merecía y viajé a Nueva York para ver cómo estaban esos viejos amigos después de exactamente quinientos años.
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Mil anécdotas en la ciudad que nunca duerme y en otras de la costa este, pero ninguna como una tarde de paseo neoyorquino. Cielo azul y, como son las cosas allí de fulgurantes, una tormenta inesperada con la reacción comercial más rápida que jamás he visto: de cada esquina salió un vendedor de paraguas plegables y de dudosa calidad, pero muy útiles para ese día y ese instante hasta que escampara. Luego las papeleras se llenaron de sus restos, en un usar y tirar.
Es la naturaleza de Nueva York, la respuesta ágil a los problemas, y ahora que llueve un maldito virus, lo han vuelto a hacer, al salir a capear el temporal con la instalación de carpas en las calles para vacunar con una inyección monodosis a todo aquel turista que lo considere. Un souvenir útil, como comprar un paraguas. También a los universitarios de allí les ofrecen entradas para el fútbol o café con donuts, y hasta un Uber gratis para ir a su casa y llevarlos a vacunar para que vuelvan limpios a clase en septiembre.
Los puristas europeos de lo público dirán que son frivolidades de país rico, mientras aquí continuamos a ritmo de caracol y aunque caigan chuzos víricos de punta, que no se le ocurra a nadie tomar iniciativa alguna que vaya contra lo previsto y que acelere la vacunación, que el protocolo es el maldito protocolo.
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