
MARÍA DOLORES ALONSO
Viernes, 2 de enero 2009, 01:27
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Fue una de mis cuñadas quien me descubrió la importancia del espacio urbano, al contarme cómo su marido -mi hermano-, al llegar en Navidades a su ciudad, sentía tal euforia que hasta el encontrarse con el más repelente de la clase le suscitaba un cariño entrañable.
Nunca antes había formulado con palabras esa realidad que tan patente se me ha hecho al ver la transformación de Valladolid en los veinticinco años que aquí llevo. Los primeros inviernos cambié mucho de barrio -Puente Colgante, La Victoria, La Rubia, Pajarillos- pero siempre me asfixiaba la escasez o lejanía de parques y plazas espaciosas donde sentir la libertad del aire puro y el aliento de la belleza.
Al nacer nuestros hijos, trajeron bajo el brazo el Parque Ribera de Castilla y el de la Fuente de la Salud, y ya no me faltó nada. Después, Pucela recuperó su amistad con los ríos, multiplicó sus rincones agradables, separó con un carril la palabra bici del significado suicidio, y llegó a ser como un buen amigo, que amplía el horizonte de la casa y aporta aire fresco a la familia.
En la mañana de Año Nuevo, pedaleando en sus calles despejadas, encuentro el soplo perfecto para barrer la murria de la resaca navideña e intentar una vez más algo de eso que el año pasado pudo haber sido y no fue.
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