Una pareja disfruta de un vaso de vino en el campo. :: WILL WINTERCROSS-AFP
LOS CUATRO CANTONES

Somos argamasa

«Abrí la puerta, firmé el recibo y apenas fui capaz de soportar el peso de aquella caja que el repartidor, amablemente, dejó en el suelo»

BEA GÓMEZ GONZÁLEZ

Domingo, 1 de agosto 2010, 03:20

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El mundo es raro, no me digan que no, y eso, unido al hecho de que la vida es ya de por sí extraña, hace que nuestra existencia sea, aunque creamos que no, más emocionante que una prórroga en Johannesburgo. Sé que esto dicho así, de sopetón y sin previo aviso, puede resultar aún más raro todavía, y no podré culparles si, tras la lectura de ésta primera línea, me espetan ustedes cualquier barbaridad impropia de un lector comprensivo y afanoso, como yo les presupongo a ustedes, pero tampoco podría, en este caso, culparles por ello. Porque no, porque el calor afloja las tuercas de nuestros cuerpos y las jornadas intensivas y las siestas vacacionales hacen de nuestros cerebros rico placton para los insectos subacuáticos de las piscinas. No estamos para pensar, esto es un hecho. Y además, nos importa un bledo. Hemos ganado la copa y, para celebrarlo, nos hemos bebido también, todas las copas del mundo.

Las piernas estiradas sobre el sofá, sobre la colchoneta o sobre el césped, carne de boom cinematográfico mundial y de dudosa calidad literaria a medio leer, se deja recorrer varios renglones por una hormiga piscinera y nos va, poco a poco, haciendo inmunes por unos días al pensamiento, al análisis, a la crítica, al juicio, a la reflexión. Somos básicos, estancos, y nuestra mente se vuelve dura, impenetrable con tanta cal, arena y agua. Somos argamasa o, lo que es lo mismo, Argamasa is you, como dice el grupo de música homónimo homenajeando, a su modo, a Bécquer y a su 'poesía eres tú'. Pues eso mismo, que con un público que ha dejado de ser poesía para reivindicar su derecho a ser argamasa, se hace difícil construir un artículo con sentido. Lo suficientemente atractivo como para no resultar estúpido, y lo suficientemente prosaico como para no pedirle peras al olmo relajado del verano. Y esto pensaba en medio de mi flojera también, de mi he ganado la copa, dejad que me la beba a gusto, justo cuando abrí mi procesador de textos para comprobar que, efectivamente, estaba en blanco. Allí, frente al ordenador, tecleando letras incapaces de formar una sola palabra que existiese, escribiendo frases sin sentido y de una torpeza tal que avergonzarían a cualquier escritor de cuarta, tuve que aceptar el hecho, allí tirada, medio impasible, de que también yo soy argamasa. Argamasa is me, me dije, y justo en ese momento, llamaron a la puerta.

Ante la más que probable posibilidad de que se tratara de publicidad o de algún niñato del barrio invirtiendo su tiempo libre en joderles la siesta a los vecinos vía timbrazo masivo a los impares de la calle, encaré el telefonillo con la misma pereza y desgana con la que me había enfrentado hacía unos instantes a la pantalla en blanco de mi 'pc'. Pregunté con un 'si' tan torpe que invitaba más al 'no' que a cualquier otra cosa, y ante la consulta de '¿es usted Beatriz Gómez?, traigo un paquete para usted', a punto estuve de responder que no. No, no, qué va, se ha equivocado, yo no soy Beatriz Gómez, yo soy argamasa, que es bien distinto, así que pregunte por ahí, quizá viva en el segundo.

Pero lo cierto es que, por más agua, cal y arena que me endureciera el cerebro, lo del paquete abrió una grieta en el mortero que hasta ese momento era mi cabeza y abrí la puerta a aquel hombre que traía algo, un paquete para alguien que, probablemente, eso decía él, era yo.

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Abrí la puerta, firmé el recibo y apenas fui capaz de soportar el peso de aquella caja que el repartidor, amablemente, dejó en el suelo de la entrada. No tenía ni idea de qué podía ser aquello tan pesado, tan grande, tan voluminoso que entorpecía de manera ostensible el paso, pero no cabía duda de que era para mí. El amable repartidor estaba seguro y yo, argamasa confusa en medio de un ataque de folio en blanco, no era nadie para contradecirle.

Junto a él o, para ser más exactos, pegado a él con cinta adhesiva de embalaje, una carta a mi nombre que decía: Nos complace comunicarle que su relato ha sido seleccionado entre los mejores de los cientos de relatos recibidos, por lo que nos complace enviarle el premio que a tales efectos le corresponde que, como ya sabe, pues así quedó reflejado en las bases, se trata de una colección de doce botellas de los mejores y más representativos vinos de las bodegas de nuestra tierra, Castilla La Mancha.

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Sé que no me creerán si les digo que, al terminar de leer aquella carta, seguía sin tener ni idea de a qué concurso ni, por supuesto, de qué relato estaban hablando aquellas líneas que, tan amablemente, por otro lado, acompañaban a aquel mosaico de caldos que ahora pasaban a engrosar -y de qué manera- la vinoteca, hasta este momento prácticamente inexistente, de mi cocina, y tuve que pensar un buen rato, deshacerme de la argamasa que hasta ese momento era yo para recordar que, hace más o menos un año, escribí por casualidad un relato hiperbreve 'online' para un concurso organizado por una fundación que vela por los caldos de las tierras de Don Quijote. Un relato que, si he de decir la verdad, no sólo no recuerdo, sino que tampoco conservo, pues su creación fue tan impulsiva e improvisada como su envío y nunca hubiese imaginado que, después de un año, aquella historia de cuyo nombre no puedo, por más que quiero, acordarme, vendría a traerme, no sólo una docena de botellas con las que brindar con los amigos, sino también, una artículo como éste, una historia mínima pero entusiasta con la que vencer al agua, a la cal y a la arena desde el fondo de un verano soñoliento.

Cojo un libro y la toalla, y sobre ambos, una hormiga pasea por el prólogo del ingenioso hidalgo: Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.

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Pienso en apartarla, en alejarla de mí de un manotazo pero no puedo; esa hormiga ha sabido leer antes que yo la esencia de las líneas que aún no he escrito, así que, por si acaso, vuelvo, porque soy argamasa, a la placentera dejadez de la tarde infinita y, en buena compañía, como en el 'Completamente viernes', de Luis García Montero, abro una botella y sirvo un par de copas: la suya y la mía. Salud.

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