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antonio paniagua
Martes, 6 de diciembre 2016, 18:47
Maxwell Perkins (1884-1947) era algo más que un editor. Para los escritores que apadrinó hizo de confesor, consejero sentimental, avalista y en ocasiones hasta de segundo padre. El hombre cuya biografía sirve de argumento a la película El editor de libros, que se estrena este miércoles en España, descubrió a gigantes de las letras estadounidenses como Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Thomas Wolfe y John Steinbeck, entre otros. Antes de Perkins los editores se limitaban a corregir las faltas de ortografía de sus autores y a mejorar su puntuación. Todo cambió cuando apareció este cazador de talentos literarios. Perkins veía lo que a los autores pasaba desapercibido y les ayudaba a estructurar sus libros, al tiempo que les asesoraba para atinar con el título. Y, sobre todo con Wolfe, que pecaba de verborragia, podaba sus textos para que resplandecieran con toda su belleza.
Su figura es interpretada en el celuloide por Colin Firth, a quien da la réplica Jude Law en el papel de Thomas Wolfe. Max, como era conocido por todos, tenía un don especial para cribar y encontrar oro en los manuscritos que le llegaban. Mientras el resto de sus colegas despachaban con acritud o amabilidad, según casos, los textos inéditos que recibían, Perkins gastaba buenas maneras y cortesía con sus autores. Frente a la desidia de sus competidores, Max Perkins tenía un sexto sentido para hallar la genialidad escondida en estratos de palabrería.
Tocado con un sombrero que apenas se quitaba, Maxwell Perkins era un tipo retraído, de ojos azules y 1,77 metros de estatura. Antes de ingresar en el mundillo editorial se baqueteó como reportero en The New York Times. Como persona ilustrada que era había estudiado en Harvard, dejó la pluma de periodista para tomar las riendas de la editorial Scribners Soon, que ya era una casa importante que publicaba a Henry James y Edith Warton. Por su formación de economista, entró en el departamento de publicidad de la editorial, si bien a los pocos años asumió el papel de editor. Una decisión lógica en un hombre deslumbrado por la literatura desde que su profesor de literatura en la universidad, Charles Townsend Copeland, le contagió el amor por las ficciones.
La ayuda de Perkins fue providencial para que Hemingway desplegara su estilo parco y viril o para que Fitzgerald puliera sus frases redondas y elegantes. Encontró de niño el placer de la lectura en libros como Ivanhoe y Los tres mosqueteros. Ya de adulto, hizo de Guerra y paz, de Tostoi, su novela de cabecera, un libro que reunía la excelencia artística y el interés comercial. Al editor le fascinaba la novela del ruso. Admiraba la formidable descripción de las estrategias militares, una de sus grandes pasiones.
Casado con la dramaturga y escritora de libros infantiles Louise Saunders, con quien tuvo cinco hijas, Perkins no disfrutó de la dicha conyugal. Su matrimonio con Louise fue siempre tempestuoso. Su esposa, que gustaba de los atuendos extravagantes y de las joyas llamativas, era una mujer un tanto histriónica, celosa de que su marido la relegara como escritora a favor de nuevas voces. Perkins mantuvo una larga relación epistolar (y platónica) con Elizabeth Lemmon, una refinada mujer que comprendió mejor los afanes de Perkins que su esposa.
En Thomas Wolfe el editor encontró el hijo varón que nunca tuvo. Perkins supo lidiar al principio con el ego desmedido de Wolfe, su incorregible alcoholismo y su voluble temperamento. Esta relación paterno-filial se puso a prueba cuando el editor sacó las tijeras y redujo las 1.100 páginas de El ángel que nos mira a 800. Fue una purga provechosa, porque Wolfe se convirtió de pronto en el Dostoievski estadounidense. Pese a la buena acogida de su segunda novela, Del tiempo y el río (1935), Thomas Wolfe no pudo soportar que Perkins atemperara su incontinencia de grafómano. Esta vez se rebeló contra el editor y le acusó de amputar su obra. El novelista era un hombre complicado. La familia de Perkins le odiaba desde aquella ocasión en que intentó estrangular a su editor.
Escritura torrencial
La muerte prematura de Wolfe en 1938 a causa de una tuberculosis hundió en la desolación a Perkins, ya de por sí depresivo. Al editor le acosaban los remordimientos y dudó sobre la licitud de su trabajo con Wolfe. ¿Había ido demasiado lejos en su empeño de limpiar la prosa de Wolfe de párrafos accesorios? A juzgar por la caudalosa narrativa de Wolfe, que alumbraba páginas y páginas de manera irrefrenable, Perkins estuvo acertado. El prosista entregó una versión de Del tiempo y el río que solo cabía en cuatro cajas. El editor se tuvo que emplear a fondo para segar de raíz los excesos de esa escritura torrencial.
Por añadidura, la defunción de Scott Fitzgerald de un ataque al corazón dos años después fue la puntilla para Maxwell Perkins. No en balde Fitzgerald era fruto de su olfato literario, un genio rescatado del ostracismo por la perspicacia de Max. Recuperó del cajón Al otro lado del paraíso, una novela rechazada contumazmente por otros sellos y escrita por un Scott Fitzgerald joven, aunque ya atrapado por las brumas etílicas.
Perkins no vivió lo suficiente para ver el éxito de El viejo y el mar, de Hemingway, quien dedicó la novela a su mentor. Perkins murió a los 62 años, aquejado de una fatal neumonía. Vivió hasta el último minuto con la misma devoción a la literatura que caracterizó toda su carrera. Antes de ser internado en el hospital dejó en su cama dos manuscritos, listos para ser enviados a su despacho. Uno de ellos era De aquí a la eternidad, de James Jones, que fue llevado al cine por Fred Zinnemann.
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