Borrar
Unamuno y su amigo el alcalde de Salamanca, Casto Prieto Carrasco, fusilado por los sublevados

La triste muerte del rector indomable

«¡España se salvará porque tiene que salvarse!», fue la última frse que pronunció Miguel de Unamuno

Enrique Berzal

Sábado, 7 de enero 2017, 07:51

Murió de forma patética, arrinconado en su salón y en forzado cautiverio doméstico. Solo Bartolomé Aragón, joven falangista recién llegado del frente de guerra, presenció el definitivo arranque de ira de un Unamuno fatalmente herido «de mal de España», en frase mítica de Ortega y Gasset. Era el 31 de diciembre de 1936, hace 80 años, cuando el ya entonces exrector de la Universidad de Salamanca moría en su casa de la calle Bordadores. Llevaba días hostigado por las mismas autoridades que poco antes habían alabado su patriotismo, encerrado forzosamente en su domicilio, víctima de una insoportable agonía emocional causada por el festín de sangre y fuego abierto por la guerra incivil.

Luciano González Egido reconstruye aquel aciago día con todos sus ingredientes dramáticos: Bartolomé Aragón se derretía en loas hacia el papel de la Falange y sus epígonos mientras barruntaba si Dios le había dado la espalda a España cuando, de pronto, Unamuno estalló: «¡Eso no puede ser, Aragón! ¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!» Fue su última frase para la historia. Acto seguido dejó caer su cabeza sobre el pecho y se desvaneció. El joven falangista se dio cuenta de que estaba muerto por el tufo que desprendía la zapatilla del viejo maestro, quemada involuntariamente en el brasero de su mesa camilla. Aragón gritó pidiendo ayuda, pero ya era demasiado tarde.

El Norte de Castilla publicó la noticia el 2 de enero de 1937. «El señor Unamuno, aunque algo delicado de salud desde hacía bastante tiempo, venía haciendo vida normal. El día 31 se levantó hacia las diez y media y pasó la mañana leyendo cuentos y narraciones infantiles a su nieto Miguel». El texto informativo, escueto, es buena muestra de la férrea censura impuesta por los futuros vencedores de la guerra en provincias como Salamanca, tomada sin apenas resistencia pocos días después de la sublevación militar. El decano de la prensa, dirigido entonces por Francisco de Cossío, tenía motivos para no tentar a la suerte: su conocida identidad albista y su trayectoria liberal lo ponían en el punto de mira de las nuevas autoridades franquistas, que si finalmente no lo incautaron fue gracias a la habilidad negociadora de los propietarios, pero también, claro está, a la docilidad, férreamente antirrepublicana, de la línea editorial.

Controvertida trayectoria

Aun así, la noticia publicada aquel sábado no habría de pasar desapercibida a los conocedores de la controvertida trayectoria del viejo profesor. Procesado por la monarquía de Alfonso XIII, desterrado por la Dictadura de Primo de Rivera y decepcionado por la segunda experiencia republicana, las loas iniciales de Unamuno a la sublevación militar no habían tardado en enfriarse y convertirse en pública denuncia, una vez comprobado el triste espectáculo de sangre, crueldad y vesania que se había apoderado de la ciudad de Salamanca. Aterrado por los asesinatos del alcalde Casto Prieto Carraco y del diputado Juan Andrés y Manso, incapaz de comprender las detenciones de Filiberto Villalobos y Atilano Coco, y herido en lo más hondo por la muerte del rector Salvador Vila, el miedo y el instinto natural de supervivencia dejaron paso, de inmediato, a la denuncia pública. El punto de inflexión lo marcó aquel célebre discurso del 12 de octubre de 1936, Día de la raza, en el Paraninfo salmantino. El «venceréis, pero no convenceréis» que le espetó a Millán Astray abrió paso a la silente persecución de los sublevados: el 13 de octubre fue cesado como alcalde vitalicio por el delito de «incompatibilidad moral corporativa, vanidad delirante y antipatriótica actuación ciudadana», al día siguiente la Universidad le expulsaba definitivamente del rectorado y el desprecio de las autoridades lo recluía en su propia casa. Nuevamente, Unamuno era un apestado político.

Por eso el editorial de El Norte de Castilla, escrito en diferente tipo de letra que el de la información principal, no pudo eludir una referencia al carácter peculiar del bilbaíno, un intelectual «que tenía en la contradicción, incluso consigo mismo, el resorte más eficaz de su dialéctica», pues «iba creando disidencias por donde pasaba, hasta adquirir una silueta de extravagante y solitario incapaz del diálogo, entregado a sus propios pensamientos, que ya desembocaban en la originalidad, ya en la exaltación». Maniatado por la férrea censura, el decano de la prensa reconocía «en él un ímpetu y un vuelo extraordinarios. Profundamente religioso en su obra fundamental Del sentimiento trágico en la vida y en los hombres, fijó su inquietud permanente, que se refleja en todos sus escritos en su anhelo de inmortalidad».

De su inmensa e intensa producción literaria, el editorial destacaba «el sello de su personalidad original y de su perpetua lucha interior», y de su posición política remarcaba el repudio del nacionalismo vasco y el hecho de que fuera «uno de los españoles que más afirmaron fuera de España las esencias de nuestra cultura y de nuestra tradición». Un solo hecho relevante acentuaba, no obstante, en el terreno político: su destierro a la Isla de Fuerteventura por la Dictadura de Primo de Rivera, un exilio causado por sus ideas liberales y que compartió con el mismo Cossío. Un dato más que significativo.

«Derrocada la Dictadura, Unamuno volvió a España y se le restituyó a su cátedra de Lengua y Literatura griegas en Salamanca», apuntaba el decano en referencia a su rehabilitación por parte de las autoridades republicanas.

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elnortedecastilla La triste muerte del rector indomable

La triste muerte del rector indomable