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Enrique Berzal
Domingo, 18 de enero 2015, 09:43
«Con Castilla alzarán la voz, contra los privilegiados que siempre consiguen lo que piden, Aragón, Extremadura, La Mancha, perjudicados por el proyecto de zonas neutrales engendrado en Barcelona e impuesto en Madrid a la inconsciencia tímida de un Gobierno asustadizo».
Era el grito indignado de El Norte de Castilla, hace ahora justamente cien años, contra lo que consideraba uno de los más hirientes agravios a la economía castellana: la posibilidad de que el gobierno de España, duramente presionado por los políticos catalanistas, concediera un puerto franco a Barcelona. Era enero de 1915. Aquellas provincias hermanadas por intereses basados en la economía cerealista no podían ocultar su indignación. Una vez más, venían a decir, el gobierno de la nación cedía a las presiones del autonomismo catalán en perjuicio de regiones como la castellana.
El Norte de Castilla volvió a erigirse, una vez más, en portavoz acreditado de los intereses agrarios de la región, un papel que asumía gustoso pues estaba en plena sintonía con sus señas de identidad. El debate político se enconaría hasta extremos insospechados y no solo en capitales castellanas como Valladolid, sino también en el Congreso de los Diputados. ¿Cómo se había llegado a tal extremo? Para entenderlo en toda su complejidad es necesario remontarse a un año antes, cuando el gobierno de la nación creyó haber satisfecho todas las aspiraciones de los catalanistas con la concesión de la Mancomunidad, institución de autogobierno que englobaba a las cuatro diputaciones catalanas y presidía Enric Prat de la Riba.
Pero no era así. Los regionalistas catalanes querían más: ampliar su autogobierno, transformar la Mancomunidad en un régimen de plena autonomía regional e influir directamente a las decisiones del gobierno central que afectasen a Cataluña. Para potenciar el empuje que la Primera Guerra Mundial estaba dando a la economía española en general y catalana en particular, Prat de la Riba alentó la creación de una Junta Económica que, entre otras medidas, propuso la creación de las llamadas «zonas neutrales» o «puertos francos», libres de aranceles, en ciudades del litoral.
La instalación de un puerto franco en Barcelona era percibida por las «fuerzas vivas» de la ciudad como la oportunidad de atraer tráfico y comercio, facilitar la salida de productos nacionales y favorecer las transacciones mercantiles. Después de que la Junta Económica catalana se entrevistara a tales efectos con el presidente Dato y con Alfonso XIII, los diputados de la Lliga Regionalista presionaron al gobierno para que diera el visto bueno a la creación de puertos francos; es más, a finales de noviembre de 1914, llegaron a amenazar con obstruir la vida parlamentaria en caso de que el proyecto no se pusiera en marcha. Cuando poco después se presentó el proyecto de Ley en el Congreso de los Diputados, desde Castilla y Aragón se dio la voz de alarma: temían que la aprobación del puerto franco de Barcelona debilitara la fuerte protección aduanera que amparaba a la producción agrícola y sus derivados industriales, bases de la economía en ambas regiones.
De esta forma, diputados catalanes amenazaban con obstruir las Cortes si el puerto franco no salía adelante, y castellanos y aragoneses si se construía. Mientras la Cámara de Comercio e Industria de Valladolid se quejaba al gobierno vía telegrama, los diputados castellanos en el Congreso creaban una comisión reivindicativa, presidida por Santiago Alba, de la que formaban parte liberales, ciervistas, mauristas y un conservador.
Al mismo tiempo, El Norte de Castilla, propiedad de Alba, ponía toda su fuerza en contra de una concesión que, en palabras de Adolfo Delibes padre del gran escritor y futuro director del periódico, Miguel Delibes-, escritas el 27 de diciembre de 1914, suponía la concesión del «privilegio o monopolio en favor del litoral y en perjuicio de la producción interior».
Mientras los periódicos locales con El Norte a la cabeza- publicaban argumentos en contra de la propuesta catalana y del propio gobierno, el presidente de la Diputación Provincial de Valladolid, Luis Antonio Conde, anunciaba la convocatoria de una Asamblea de Diputaciones Cerealistas para el 11 de enero de 1915. Lejos de limitarse a la región castellana, dicha Asamblea englobaría a un total de 25 provincias, entre ellas Lérida, por compartir intereses comunes basados en la economía cerealista.
Mas la sorpresa el día 7, cuando el titular del Ministerio de la Gobernación, José Sánchez Guerra, decidió prohibir dicha convocatoria argumentando que las Diputaciones eran «corporaciones económico-administrativas» que actuaban bajo «dependencia del Gobierno», y que no consentiría que combatieran un proyecto sometido al Parlamento.
La reacción de El Norte de Castilla no se hizo esperar: «Ya lo sabe el Gobierno. Lo dicho, dicho; el proyecto de zonas neutrales no se aprobará sin pasar por encima de Castilla, y por encima de Castilla no pasará nadie», señalaba, mientras Antonio Royo Villanova lamentaba, también en el decano de la prensa, la «contradicción flagrante» que suponía la prohibición del acto a unas provincias que tenían representantes en el Senado.
Y es que en el Parlamento abundaban las voces castellanistas contra las zonas neutrales. César Silió se quejaba de que a una Castilla pobre y resignada se le prohibía deliberar sobre un proyecto que le afectaba directamente, al tiempo que demostraba que la reunión no era en modo alguno anticatalana, pues estaba presente Lérida, y desgranaba las numerosas asambleas provinciales celebradas desde finales del siglo XIX sin haber sido prohibidas por el Gobierno.
Gumersindo de Azcárate hizo otro tanto afeando a Sánchez Guerra su concepto de las Diputaciones Provinciales como entidades dependientes del Gobierno, mientras que Santiago Alba, fiel a su ideario liberal y regionalista, recordó que la Asamblea prohibida era «la resultante de todo un estado de conciencia en nuestra región, era la resultante de una actitud de olvido y de desdén del poder público», de ahí que propusiera al gobierno una rectificación inmediata.
La cuestión siguió suscitando polémica en los meses siguientes, azuzada por el hecho de haberse establecido un puerto franco en Cádiz, a modo de ensayo, y no en Barcelona. En aras del mayor consenso posible, la comisión parlamentaria que estudiaba el proyecto incluyó a diputados de todas las provincias afectadas. A finales de enero, la Federación agrícola de Castilla la Vieja organizó una Asamblea en el Teatro Pradera, junto al Campo Grande, a la que acudieron agricultores castellanos, extremeños y aragoneses, y que recogió una airada protesta «contra la pretendida implantación de zonas neutrales, por constituir un privilegio que supone un beneficio limitado a una pequeña parte del territorio nacional, mientras que los perjuicios de él derivados alcanzan a la agricultura, a la industria y al comercio general de España, y especialmente de aquellos puertos a quienes el privilegio no se concede o no estén en condiciones de recibir régimen de excepción».
El dictamen de la comisión parlamentaria, hecho público el 12 de febrero de 1915, aprobaba el establecimiento de puertos francos de carácter comercial pero exceptuando la implantación en ellos de «toda industria» y prohibiendo, asimismo, la introducción de «los cereales y sus harinas, las carnes y vivas y muertas y las maderas para envases». Finalmente, el 24 de octubre de 1916, ya con Alba como ministro de Hacienda, se concedió a Barcelona un depósito comercial que no satisfizo las pretensiones de los regionalistas, por entender que era mucho menos ambicioso que el establecido en Cádiz.
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