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Domingo, 25 de marzo 2018, 20:50
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Son las suyas cinco historias de inquietud, de compromiso, de ilusión por compartir conocimientos y atesorar experiencias. Cinco jóvenes vallisoletanos han relatado sus vivencias como voluntarios durante un encuentro organizado por la asociación vecinal de Pilarica, con el objetivo de mostrar que «cuando hay ganas, se pueden conseguir aquellas cosas que nos proponemos». Pero, para eso, «es necesaria la voluntad, la intención de apostar por un proyecto y sacarlo adelante», explica José Luis Alcalde, presidente de la asociación vecinal Pilarica.
Violeta González. Construcción sostenible en un poblado del Sáhara
Fue a través de facebook, mientras trasteaba por la red social, como descubrió Violeta González (Valladolid, 1992) la labor desarrollada en África por colectivos como Moradas de Tierra y Ecolectivo. «No conocía a nadie, fui casi a la aventura», explica esta arquitecta técnico que hace casi un año trabajó en M’hammid, un núcleo marroquí situado a nueve kilómetros de la frontera con Argelia.
«Desde que empezó el conflicto entre ambos países, muchos nómadas se encontraron con enormes dificultades para moverse por la frontera y llevar a cabo su labor comercial», explica. Por eso tuvieron que buscar asentamientos. Violeta ha colaborado en el diseño y configuración de uno de ellos, en una granja impulsada por Nadami, «un nómada con turbante de trece metros que se asentó en el cauce de un antiguo río».
Su intención era montar una comunidad autosostenible que pudiera producir comida, obtener agua potable y crear construcciones que se adaptaran a un terreno donde los recursos disponibles son arena, barro y arcilla, «además de gente muy dura y mucha poesía, con una actitud de vida muy bonita». Durante el tiempo que estuvo allí, Violeta colaboró en la construcción de bancales y de un sistema de potabilización de los afluentes salados que discurren bajo la arena. «Creo que este es uno de los grandes retos de nuestra sociedad, que la gestión del agua es fundamental, porque se trata del recurso más crítico. Y, además, España sufre un proceso de desertificación muy importante.
Por eso, trabajar en este proyecto me ha servido, sobre todo, para profundizar en aquella realidad y trasladar luego esa idea aquí». Junto a eso, subraya la necesidad de apostar por materiales bioclimáticos en la construcción. «Allí, en el desierto, había que hacer frente a temperaturas muy altas durante el día y muy bajas por la noche. El adobe para eso es fundamental. Aquí tendríamos que empezar a dejar de lado el hormigón y apostar por estos materiales bioclimáticos».
Violeta entiende que, una vez conocidas otras realidades, es también misión posterior «contar lo que vimos y concienciar sobre aquello que podemos mejorar:no tirar comida, ahorrar agua, reciclar... Todos podemos cambiar el mundo con pequeños gestos», indica.
Miguel de la Huerga. Compañía en un campo de refugiados de Grecia
Miguel de la Huerga (Valladolid, 1997), estudiante de Historia y Periodismo, pasó el mes de agosto en Eleonas, un campo de refugiados en el extrarradio de Atenas, con más de 2.200 personas atendidas por el proyecto Elea. «Yo veía desde aquí las noticias, la enorme crisis migratoria que se producía en el Mediterráneo y, sobre todo, la pésima respuesta de las políticas de la UE, que truncaban las vidas de tantas personas, atrapadas por la burocracia».
Cuenta Miguel que conoció a gente que llevaba dos años en el campo de refugiados, a niños que habían nacido allí. Colaboró para servir comidas, en tareas educativas, de recolección y reparto de ropa. «Pero lo importante no es lo que hice. Lo que quiero transmitir es lo que vi, concienciar que hay muchísimos proyectos de vida que se han truncado, con personas que no saben qué será de su futuro porque las políticas de la UE no se lo permiten», propone Miguel.
Raquel García. Clases con sesenta niños en un colegio de Ghana
Viajó a África para enseñar y regresó con nuevas lecciones aprendidas. Raquel García (Valladolid, 1996)tenía claro que el reto estaba en Ghana, en una escuela en Larabanga, en la región norte del país, en unas clases con sesenta niños donde se mezclaban chavales de entre 8 y 15 años y no todos disponían de libros de texto y material escolar. «Apenas había tizas y pizarra», recuerda Raquel, estudiante de tercero en la Facultad de Educación. «Existe un proyecto de innovación educativa en el campus de Segovia que ofrece siete plazas para hacer las prácticas no en un colegio español, sino en el extranjero».
Raquel supo que esa podría ser una experiencia brutal, no solo para su formación como profesora, sino también desde el punto de vista personal.Y no se equivocó. «Creo que he venido con más habilidades como profesora, por tener que atender una clase con tantas personas, de edades tan diferentes, y que en algunos casos ni siquiera sabían leer y escribir. La mayoría tampoco hablaba inglés, sino su lengua autóctona, así que he tenido que desarrollar habilidades comunicativas y gestuales», cuenta Raquel, quien ha comprobado las enormes diferencias que existen entre ambos sistemas educativos.
«Ellos usan la vara para castigar, como en la España de los años 50, y el aprendizaje se hacía mediante la repetición y memorización. Yo he querido trabajar nuevas capacidades, he intentado profundizar en la lectoescitura, les he animado a pensar y razonar, a potenciar su creatividad». Destaca como una de sus clases más satisfactoria aquella mañana en la que montó un ‘talent show’ en clase y los chavales mostraron sus habilidades con el baile, la canción, la acrobacia. «Hay una carencia enorme de recursos para educación en Ghana, faltan profesores y por eso las clases tienen tantos alumnos», indica Raquel, quien subraya que esta experiencia le ha servido también para «eliminar los prejuicios que desde aquí podemos tener de África.
En Ghana he recuperado unas formas de relación que aquí hemos olvidado. Creo que nos falta humanidad, más conexión con el otro, con los vecinos, con los amigos, con las cosas compartidas».
Marta Campano. Prácticas de medicina en un hospital de Ecuador
Recuerda, por encima de todo, el caso de una niña de 14 años que acudió al hospital con una enfermedad coronaria irreversible. «Le quedaban dos años de vida, como mucho tres. Y lo más triste de todo es que tenía el diagnóstico. Sabían lo que le ocurría, pero el hospital no disponía de los medios suficientes para tratarla. Los profesionales tienen el conocimiento, pero les falta material», explica Marta Campano (Valladolid, 1994), estudiante de sexto de Medicina, quien durante el curso pasado estuvo de prácticas en la Fundación Pablo Jaramillo, un hospital de Ecuador, al que llegó de la mano de IFMSA, una asociación que promueve el papel de los estudiantes de Medicina como agentes para el desarrollo de los derechos humanos y de la sanidad global.
«Sabía que me iba a encontrar con una realidad diferente. Hace dos años estuve de prácticas en Polonia y esta vez me decidí por Ecuador porque era un país en vías de desarrollo, pero también porque allí se habla español, y el idioma es importante para que no haya barreras entre el médico y sus pacientes», explica Marta, quien dice haberse encontrado en aquel hospital de Ecuador con uno de los sitios «más acogedores» en los que ha estado nunca. «Esto me ha servido además para conocer cómo se hacen las cosas en otros sitios, para saber cómo se estudia allí Medicina, pero también qué tipo de relaciones se establecen con los pacientes», concluye.
Juan Piñeyroa. Programa de atención infantil en el norte de Perú
Hay una vertiente de la Medicina, la carrera que está a punto de terminar, que siempre interesó a Juan Piñeyroa (Valladolid, 1994). «Me gusta el laboratorio, la investigación, me apasiona el trato humano, y siempre me rondó por la cabeza hacer algo vinculado con la cooperación, con el papel que puede jugar la medicina en ese ámbito».
El verano pasado lo probó. Y dice haber regresado entusiasmado con la experiencia. Juan pasó los meses de agosto y septiembre del año pasado en Piura, la quinta ciudad más importante del país, situada en el norte de Perú. Viajó allí de la mano del Fondo de Cooperación de la Universidad de Valladolid, que promueve acciones en países en vía de desarrollo, con la formación previa de aquellas personas que vayan a prestar sus conocimientos y servicios a algunos de estos destinos.
Juan eligió Perú y allí colaboró con Canat, una asociación local que trabaja por el desarrollo de su comunidad. «No se trata de una ONG extranjera que ha desembarcado de pronto, sino que son vecinos de la zona, personas que viven allí y conocen muy de cerca las necesidades», explica Juan. Canat (Centro de ayuda a niños y adolescentes trabajadores)lleva a cabo su acción en barrios de la periferia de la ciudad, en zonas marginales, «en lo que llaman asentamientos humanos», donde presta especial atención a la juventud, a través de varios programas de intervención.Hay uno vinculado con la formación profesional, con clases de automoción, cocina o peluquería, para que los jóvenes puedan labrarse un futuro, ganar dinero y, en algunos casos, utilizarlo luego para completar los estudios.
Hay un segundo proyecto que se llama Manitos Trabajando que ofrece apoyo a las familias para la escolarización de los niños, con actividades deportivas (sobre todo en fútbol y volley)que se usan para enseñar valores. La tercera línea de intervención está vinculada con los juegos, con una ludoteca que dos días a la semana ofrece alternativas de ocio a los niños.«Tal vez por mi vinculación con los scout me impliqué en este programa. Les enseñé juegos, dinámicas...».
Además, la formación médica de Juan sirvió para organizar diversos cursos de promoción de la salud, para informar sobre higiene bucodental, enfermedades de transmisión sexual o hábitos alimenticios.«Me pidieron que midiera los posibles problemas de desnutrición y encontramos que apenas había y que, sin embargo, sí que existían casos de sobrepeso», dice Juan, quien asegura haber regresado, como sus compañeros, con una mochilla llena de experiencias, donde la solidaridad no tiene fronteras.
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