Semblanza de la Valladolid añorada
Construimos, con ayuda de los lectores, las pequeñas rutinas ciudadanas que quedaron atrás el año que el coronavirus nos robó la primavera
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A principios de cualquier marzo, el tiempo en Valladolid se mece entre vaivenes drásticos. Pasa en horas de la helada al café en la terracita, de los 2,8º de mínima media a los 15,2º de máxima media, y prepararse para ir al trabajo a primera hora de la mañana, quizá en uno de esos 6,7 días del mes en los que cae la helada, exige hacer un esfuerzo cuando aún es de noche. La 'Fasa' madruga. Y eso es lo mismo que decir que lo hace la ciudad de Iveco, de Michelin, de Lingotes. La ciudad que en la última crisis perdió a Lauki y a Made y que por los pelos salvó las chuches, que ahora produce Damel. Para cuando todos esos mastodontes se ponen en marcha, sin embargo, otros han desescarchado el cristal de la camioneta rumbo a Mercaolid, donde a las 4:30 de la mañana, dicen, ya hay gente pululando y a las 6:00 es hora punta.
Las 1.723 calles y plazas de la ciudad, cada vez más peatonales, siempre con obras de pavimentación o asfaltado pendientes en algún punto porque el desgaste es continuo en la urbe, empiezan a rellenarse de actividad. Los coches del alfoz –100.000 habitantes sitian la capital desde los municipios vecinos y muchos llegan cada mañana para trabajar– se juntan desde primera hora con parte de los 111 buses de Auvasa, que ahora ya no son solo azules, sino también verdes, y cada vez hacen menos ruido con esos motores que buscan reducir la contaminación, que si híbridos, que si uno eléctrico... Todo para trasladar, cada día laborable, a 89.000 vallisoletanos.
El desperezarse de una ciudad como esta es como un estiramiento colectivo en la cama. Hay tanto que hacer que algunas neuronas ya van anticipando la tarea y parecen arengar un «¡venga, arriba!», mientras otras ordenan bostezar y taparse otro poquito. Cinco minutillos más. Contaba Víctor Vela en este periódico, hace ya algún tiempo, que despertar Valladolid y echarla a rodar sale por unos 650.000 euros diarios. Que ya serán algunos más, que el coste de la vida ha subido y en esos euros están incluidas la factura eléctrica del alumbrado o los combustibles de los vehículos municipales.
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Caminar permite la pausa. Brinda una mirada más tranquila, al detalle. Alzar la vista y toparse con el verde en una ciudad que quiso dejar de ser gris en los años ochenta y se puso a plantar árboles, a crear parques, en la Rondilla, en Pajarillos, en Las Contiendas, en Villa de Prado. 90.000 árboles jalonan el paisaje, agreste en ese río revoltoso que de cuando en cuando crece de más y se desborda y en el que conviven los patos y los piragüistas.
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Algo tienen los sabores que se pegan al recuerdo con todos los matices que escondían cuando estaban recién hechos.
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Valladolid se relaja. Las luces de la 'ciudad mejor iluminada del mundo', título que le cayó con justicia, alumbran su patrimonio. Cuando todo parece descansar, en realidad todo vuelve a empezar. Y quién sabe, quizá esta noche de nuevo bajen las nubes y se forme una de esas cencelladas que transforman el paisaje antes de que vuelva a salir el sol.
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