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Julio Melón, afilador de Zamora. Rodrigo Ucero

Ganarse la vida de pueblo en pueblo

La mayoría de los vendedores han heredado el oficio de sus padres y abuelos, pero el negocio ya no es tan rentable

Laura Negro

Valladolid

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Domingo, 26 de agosto 2018, 10:16

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Es miércoles, a primera hora de la mañana, y en las calles de Torrelobatón reina una intensa actividad. Ya ha pasado Toño, el frutero, el más madrugador y el más veterano de todos los vendedores ambulantes que cada día acuden a esta localidad. Abastece a los vecinos de fruta y a los muchos veraneantes que no perdonan un mes de agosto sin ir pueblo de sus orígenes. Al oír su bocina, todos acuden raudos a pedir la vez, mientras él, muy diligente, atiende cada pedido.

Colchones, somieres, cómodas y mecedoras, anuncia un potente megáfono. Es otro de los habituales en las calles, Juan Aurelio Sanz. «Nunca sabes dónde vas a hacer la venta», dice este vendedor de muebles itinerante asomado a la ventanilla de su furgoneta. «Tengo 55 años y llevo toda la vida en esto. Era el oficio que había en casa y se ha transmitido de padres a hijos», añade. Vende en Valladolid y alrededores, y también en la provincia de Palencia. «Vengo con frecuencia, para que la gente me tenga en cuenta. Voy a pueblos pequeños, para evitar la competencia de las tiendas, pero cada vez se vende menos. La poca gente que queda en el pueblo es muy mayor y apenas compra. La época en la que más vendí fue cuando se pasó de los colchones de lana a los de muelles. De eso hace mucho. Ahora estamos estancados», dice antes de arrancar de nuevo. «Colchones, somieres…», pregona por la megafonía mientras se aleja despacio.

Se escucha a lo lejos una melodía inconfundible. Es el afilador, que entra en el pueblo haciendo notar su presencia con la música del chiflo, que se repite una y otra vez por megafonía transportándonos a otra época. Julio Melón se llama este amolador zamorano que cada pocas semanas regresa a los pueblos del Hornija, con su piedra de afilar. «Es la música original. Una grabación del chiflo de mi padre», dice orgulloso. Él es la tercera generación de una saga de afiladores, que dice que con él desaparecerá. Era visitador de óptica hasta que un día decidió dejar la corbata y recuperar la tradición familiar. «Llegó un punto en mi vida que pensé que este trabajo me iba a dar libertad y desde entonces llevo 20 años», relata. «En mi oficio, el mayor problema que hay, es el intrusismo. Se bajan por internet el sonido del afilador y se ponen a trabajar sin saber. Eso nos perjudica a los profesionales. Yo tengo clientes muy fieles, que son los que me dan la vida, porque los pueblos tienden a desaparecer», asegura. Uno de esos clientes habituales es Carlos, el carnicero de Torrelobatón, que ese día le lleva una caja repleta de cuchillos para repasar. «Me viene muy bien que venga a domicilio, así no tengo que desplazarme yo», dice mientras ve cómo Julio enciende la piedra esméril, instalada en el maletero de su coche y comienzan a salir las chispas.

Sacrificios

Más adelante, un grupo de vecinos se piden la vez, para ser atendidos por Jesús García el panadero de Gallegos de Hornija de Panadería El Villar. Ha venido a traer el pan a una de las tiendas de Torrelobatón, y por el camino, le han parado varias vecinas. «Ahora voy para Villasexmir, Vega de Valdetronco y luego a Arévalo». Lleva haciendo pan desde los 10 años, como ya lo hacía su padre, su abuelo y su bisabuela. El suyo es un oficio lleno de sacrificios. «La venta ambulante se acabará. Los pueblos se están quedando sin gente, muchas panaderías están cerrando y el sector tiende hacia el pan congelado. Mis hijos no continuarán esta tradición. Es un trabajo muy duro. Empiezo a las 02:30, luego hay que repartir, hacer bollería por las tardes y terminar con las gestiones administrativas. Sin un día libre», dice mientras despacha sus barras de pan.

Teodoro Laguna, panadero de Villalar de los Comuneros.
Teodoro Laguna, panadero de Villalar de los Comuneros. Rodrigo Ucero

Vamos hasta Torrecilla de la Torre, de 34 habitantes , donde sus calles siempre están silenciosas. La bocina de la pescadería móvil de Alberto Villa, rompe esa rutina todos los miércoles y sábados. En un pueblo sin tiendas como éste, la venta ambulante se convierte en un servicio de primer orden. La primera parada de Alberto en este pueblo es en casa de Martina, de 80 años. «¿Qué traes hoy?», dice ella desde la puerta. «Anchoas, muy ricas. Sé que te gustan», dice él abriendo la puerta del furgón. «Sé los gustos de cada cliente y también traigo género bajo encargo», explica él mientras despacha. «Conozco a Alberto desde antes de nacer. Su madre venía a vender pescado embarazada de él. Así que fíjate si sabe de este oficio», dice esta vecina mientras espera la vuelta.

La segunda parada es en casa de Raquel, que esa mañana compra doradas, lubinas y bacaladillos limpios. «Hay competencia, pero tengo una clientela muy fiel», agradece este pescadero ambulante.

Alberto Villa, pescadero.
Alberto Villa, pescadero. Rodrigo Ucero

El equipo de El Norte de Castilla, le acompaña en su furgoneta. «Lo más duro de este trabajo son los madrugones. En invierno pasas mucho frío y en verano mucho calor, pero es satisfactorio saber que das servicio a gente que no tiene forma de desplazarse para comprar productos de primera necesidad. Tengo 26 años y llevo 6 en este oficio. Mi madre y mi hermana también se dedican a ello. Vamos ampliando el negocio y cada vez abarcamos más pueblos. Yo hago unos 200 kilómetros al día. El verano y las navidades son las mejores épocas del año para las ventas», cuenta mientras sale de Torrecilla de la Torre en dirección a Barruelo del Valle. En este pueblo de 56 habitantes se repite la misma escena y las vecinas se agolpan junto a su vehículo para darse la vez.

Muy sacrificado

Mario de Fuentes, su alcalde, nos explica las necesidades de su pueblo en materia de servicios a domicilio. «Echamos en falta un ultramarinos para comprar otros productos básicos. Se jubiló Cosme, el tendero de Tordehumos que nos ha surtido durante años y ahora, cuando necesitamos leche, legumbres y productos de droguería tenemos que desplazarnos para comprarlo. Aquí todos los vecinos tienen la costumbre de comprar a todo el que viene, para que siga viniendo», explicó.

Uno de esos clientes es Pablo que, a sus 88 años, acude puntual a su cita con el pescadero y el panadero. Él conoce bien este sacrificado oficio de vender de pueblo en pueblo, ya que lo ha ejercido durante 38 años. «Yo vendía de todo. Nos ganábamos la vida con una tienda en Barruelo que era de mis suegros y que atendía mi mujer, mientras yo repartía por los pueblos de toda la comarca. Empecé con un carro, pero el negocio fue progresando hasta que me compré una furgoneta», recuerda con nostalgia. «Antaño, se vendía mucho. Ahora a veces se van del pueblo sin hacer una venta», añade.

En decadencia

En San Pelayo se repite la misma tónica. Tampoco hay tiendas y por eso sus vecinos están pendientes de la bocina de Teodoro Laguna, el panadero de Villalar de los Comuneros. A las doce de la mañana entra en el pueblo para vender pan, magdalenas, rosquillas, bollos y bollería artesana. «Empecé a hacer pan a los 7 años, y desde entonces no lo he dejado. Me viene de familia. Empiezo repartiendo en los restaurantes de la zona y atiendo un gran número de pueblos de esta comarca. Hay muchos gastos diarios, las rutas son largas y el combustible cada vez es caro. Desde la Administración deberían ayudarnos de alguna manera para dar servicio a estos pueblos, porque llegará un momento en el que no nos compense venir», se sincera. «A San Pelayo vengo un día si y otro no, porque hay veces que no gano ni para gasóil, pero no puedo dejar a la gente sin pan», explica.

Jesús García, panadero de Gallegos de Hornija.
Jesús García, panadero de Gallegos de Hornija. Rodrigo Ucero

Virginia Hernández, alcaldesa de esta pequeña localidad de 50 habitantes, asegura que la venta ambulante es la única forma que tienen muchos de ellos para acceder a alimentos de primera necesidad sin tener que desplazarse. «Es muy cómodo. Si no tuviéramos estos servicios, el proceso de despoblación se aceleraría todavía mucho más», asegura.

En Torozos la venta ambulante continúa siendo una constante. En muchos casos son la tabla de salvación para las pequeñas localidades sin comercio. La mayoría de estos tenderos afirman que el suyo es un negocio en decadencia por la despoblación, la falta de ayudas y de relevo generacional. ¿Son estos vendedores itinerantes una especie en vías de extinción? Por el bien de los vecinos de los pequeños pueblos, ojalá que no.

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