Borrar
La calle de Santiago, atravesada por un tranvía, a principios del siglo XX. ARCHIVO MUNICIPAL

Secundina la estafadora

Propietaria de la 'Relojería Suiza', situada en la calle de Santiago, en 1903 protagonizó una rocambolesca historia de delitos que acabó con ella en el Manicomio

Martes, 30 de junio 2020, 08:25

Comenta

«¡Una estafa!». Así, entre exclamaciones, explicaba este periódico, el 30 de abril de 1903, la increíble tela de araña que había tejido Secundina Flórez Pastur en torno a su presa, un nuevo rico llamado Ignacio Escobar. Hasta el menos incauto mostró su sorpresa cuando leyó la noticia, no en vano Secundina parecía una madura y respetada trabajadora que regentaba un conocido negocio en el centro de la ciudad. Ni por asomo podían imaginársela denunciada, esposada, demenciada y odiada por los viandantes que, a diario, y con sumo respeto, la saludaban con cariño, elogiaban su escaparate y envidaban el aparente derroche de riqueza extranjera que colmaba su tienda.

Por su relojería de la calle de Santiago no era una relojería cualquiera, sino una auténtica 'Relojería Suiza'. Presumía de ello y a todos recordaba que su género era especial, elegante, distinguido, lo más moderno del mercado. Además, era viuda de un relojero alemán. Así se presentó ante Ignacio Escobar, en su casa del número 11 de la calle Ferrocarril, para hacerle saber que era relojera y platera y que entendía mucho de alhajas. También le contó que tenía «una buena clientela de señoras y corredoras, quienes la entregaban alhajas para que diese dinero a préstamo, fijando ella como condiciones que las operaciones se harían poniendo la mitad del dinero cada uno, quedando las alhajas en poder del declarante y partiendo por mitad las ganancias».

Convencido por sus palabras, desde finales de 1902 Escobar le entregó 49.282,50 pesetas a cambio de joyas que, a decir de Secundina, pertenecían a damas muy distinguidas de la ciudad. Según este periódico, todo se precipitó el día en que Escobar, hablando con el dependiente de la relojería, se le ocurrió preguntar: «¿Y no teme tu señora que la entreguen una alhaja falsa?». La respuesta del empleado lo dejó helado: «¡Toma! Y tan fácil». Esa misma noche, sin que Secundina lo supiera, el dependiente le enseñó una gran cantidad de joyas falsas que guardaba en su casa. Ignacio se quedó estupefacto al comprobar que parecían auténticas. Y comenzó a sospechar.

Al día siguiente, decidido a recuperar el dinero, se dirigió a una platería para vender las alhajas. «¡Cuál no sería su sorpresa al decirle el joyero que todas aquellas que él consideraba riquezas de valor incalculable, eran ¡falsa pedrería y oro falso!», relataba El Norte de Castilla. Apenas tardó unos minutos en poner la denuncia en los juzgados. Cuando Secundina vio entrar el juez García de Castro en su negocio, fingió un envenenamiento para ganar tiempo. Había escondido algunos relojes de oro y otros objetos de gran valor con los que preparaba su huida. Pero no le sirvió de nada: al momento fue apresada.

En ese mismo momento sufrió tal ataque de nervios, que no hubo más remedio que ingresarla en el Hospital provincial, desde donde la llevaron a la cárcel de Chancillería. El juicio se celebró el 11 de julio de 1904: de acuerdo con el ministerio público, Secundina fue condenada por 29 delitos de estafa a un año, ocho meses y veintiún días de prisión por 9 de ellos, y a cuatro meses y un día por cada uno de los restantes. Posteriormente, los Tribunales aceptaron el recurso de su defensa, que alegaba enajenación mental, por lo que fue recluida en el Manicomio Provincial para cumplir veintidós años de prisión correccional.

Pasó algo más de un año, llegaron las Navidades de 1904 y Secundina seguía recluida en el Manicomio. El día de Nochebuena, por la mañana, se acercó hasta Micaela Castaño, compañera de penurias, y la convenció para planear la fuga. Se escaparon sin que nadie se diese cuenta. La verdad es que no les costó mucho esfuerzo, apenas un momento de distracción de las guardianas y un salto desde la tapia a la calle. Huyeron juntas, compañeras de encierro y compinches de evasión. Pero enseguida Secundina la abandonó a su suerte.

Imagen principal - Secundina la estafadora
Imagen secundaria 1 - Secundina la estafadora
Imagen secundaria 2 - Secundina la estafadora

Más allá del Puente Mayor, en una destartalada casa de la Cuesta de la Maruquesa, fue hospedada por una familia a la que engañó haciéndose pasar por una vecina de Madrid, de nombre Balbina, que iba de camino a Medina de Rioseco. Peor le fueron las cosas a su compañera: apartada de su lado y sin lugar a donde ir, Micaela pasó unos días en Villanubla antes de ser trasladada de nuevo al Manicomio. Llegó muy débil, medio muerta: intoxicada como consecuencia de sus andanzas, la enfermera no pudo hacer nada por ella y murió a las pocas horas.

A los pocos días caía Secundina. Ocurrió de repente y por casualidad: una vecina de la Maruquesa, enterada del caso por la prensa, empezó a sospechar de la misteriosa mujer y denunció su presencia. Era el 30 de diciembre de 1904. Dos cabos de la policía llegaron a la zona para apresarla. Era el final de una vida de trampas y embustes. Eso sí, en el mismo momento y lugar de su detención, Secundina intentó sobornar a uno de los agentes ofreciéndole diez mil pesetas a cambio de su libertad. Pero no hubo trato. A empellones la estaban poniendo la camisa de fuerza cuando le dieron la noticia: «Sabrás que tu amiga Micaela ha muerto, ¿no?». La estafadora miró desafiante a sus guardianas y les espetó: «Yo la seguiré pronto. Para ello o me volveré a fugar o realizaré lo que tengo pensado».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elnortedecastilla Secundina la estafadora

Secundina la estafadora