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La vieja cárcel de Chancillería, en Valladolid, donde fueron detenidos y confinados los sopechosos. Archivo Municipal de Valladolid
¿Quién mató a la viuda de Tordesillas?

¿Quién mató a la viuda de Tordesillas?

Valladolid, crónica negra ·

En la noche del 18 de diciembre de 1894, unos jóvenes ladrones estrangularon a Estefanía Romero, de 57 años, pero no fueron condenados por falta de pruebas

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Martes, 8 de octubre 2019, 07:15

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La conocían bien en el pueblo y en su derredor afloraban las serpientes de verano en forma de oscuros e irreales secretos que la figuraban envuelta en monedas, afanada en contar y recontar una inexistente fortuna que hacía las delicias de las mentes más aviesas.

A la viuda Estefanía Romero, de 57 años, le llovían los pretendientes del dinero fácil y ajeno desde aquel día en que varios individuos asaltaron su casa, la adormilaron con formol y se llevaron 4.000 reales. Todos sus ahorros, en realidad. Una viuda rica en un pueblo grande: una leyenda sin fundamento, pero con mucha chicha para elucubrar. Y lo más importante: vivía sola desde la muerte de su marido, casero de profesión. Así que solitaria, rica? y extraña, muy extraña. Algunas de sus ocurrencias, señalaba un rotativo nacional, la ponían en pie de igualdad con las personas «privadas de razón». No tenía amigos y se dedicaba al préstamo con alto interés, por lo que en su haber acumulaba, además de pingües beneficios, inquinas por doquier y envidias insanas.

Lo cierto es que no eran pocos los que seguían sus pasos y vigilaban sus movimientos. Los chicos del pueblo se entretenían inventando historias sobre la vieja rica que vivía de manera pobre, huraña hasta la exageración, introvertida hasta el extremo de eludir saludos y negar visitas; se la imaginaban agazapada en un cuarto oscuro y recogido, contando monedas y amasando una desbordante fortuna.

Los más jóvenes se hacían eco de aquel detalle tan en boca de mujeres aficionadas a las vidas ajenas: a los tres días de casarse, Estefanía, aquejada de reiterados episodios de enajenación mental, huyó con un antiguo novio, mesonero de profesión, con quien llegó a convivir durante un tiempo. Aunque lo cierto es que no era fácil vivir a su lado: a su misma sobrina, que acudía algunos días por semana para servir en la casa, la había despedido con cajas destempladas por el simple hecho de retrasarse más de la cuenta en las compras y detenerse a charlar con ciertas vecinas.

Pero el rumor más extendido, del que se hizo rápido eco EL NORTE DE CASTILLA, era que Estefanía Romero «corría alhajas por las casas de Tordesillas, y cuando realizaba alguna operación, cobraba una pequeña comisión que le bastaba para vivir, dadas sus costumbres económicas».

A la fallecida, que vivía del préstamo con alto interés, ya le habían robado 4.000 reales anteriormente durmiéndola con formol

Ahí radicaba el origen de sus desdichas, en la acumulación de joyas prestadas a sabiendas de todos. Ya se lo había advertido alguna vecina: «Estefanía, ten cuidado, pues el mejor día te roban». Ella era consciente del peligro; hasta se le había oído comentar: «Tengo ganas de dejar el oficio, pero no voy a poder, porque no encuentro otro con que ganar para comer».

Cuando los ladrones del cloroformo salieron del domicilio de la tordesillana con el suculento botín, otros colegas de malas prácticas tomaron nota. Y planearon la acción.

A una semana de aquellas trágicas Navidades de 1894, nada en Tordesillas parecía capaz de enturbiar unas fiestas más que deseadas. El jueves, 18 de diciembre de 1894, había transcurrido tranquilo, incluso rutinario, sin apenas sobresaltos. También para Estefanía Romero, que esa misma mañana había encargado a Ricarda, sobrina de Paula Hernández, unos negocios relacionados con el empeño de alhajas.

El asesinato de Estefanía Romero, en El Norte de Castilla.
El asesinato de Estefanía Romero, en El Norte de Castilla.

No podía prever lo que estaba a punto de suceder. Llegó la noche y Estefanía, fiel a su extraña costumbre, se afanó «en hacer media en un cuarto principal de la casa», situada en el número 62 de la calle de La Parra; no solía acostarse antes de las cuatro de la madrugada.

Era una vivienda típica de labranza, con gallineros, corrales y amplias y numerosas habitaciones. Una parte la tenía alquilada a una familia con la que, sin embargo, solía guardar las distancias.

No esperaba a nadie más después de la visita de Ricarda, que, cumplidora, le había entregado el encargo a las doce de la noche. Por eso se extrañó al escuchar nuevos golpes en la puerta. Eran dos hombres, dos familiares suyos que llegaban de visita. Les obsequió con pastas y vino. ¿Cómo iba a imaginar que otros tres aguardaban fuera para perpetrar el hurto?

De las voces a los roces

Entraron en tromba cuando Estefanía abrió la puerta para despedir a los primeros. «¡Bribones! ¡Qué vais a hacer!», lea oyó gritar una vecina. De las voces a los roces, y de los roces a los zarandeos; el yeso de las paredes quedó como testigo inmóvil de los empujones.

Poco podía hacer una señora de 57 años ante los jóvenes atacantes. La estrangularon y arrastraron el cadáver hasta la panera. Una vez perpetrado el robo, se marcharon dando un portazo y llevándose la llave.

Los gritos de la fallecida y el silencio posterior alarmaron a los vecinos de las casas colindantes. Fue uno de ellos el que avisó a las fuerzas de orden público. Enseguida llegaron el juez instructor, Eduardo González; su secretario, señor Tabanera, y demás auxiliares del juzgado.

Las pistas y el trabajo de investigación dieron, al día siguiente, con cinco sospechosos: la citada Paula Hernández, sus cuñados Victorino, Benito y Bernardo Rodríguez, cortadores de profesión, y la tía de Estefanía, Simona Castellanos, que a sus 72 años también se dedicaba al préstamo. Todos ellos fueron detenidos y confinados en la cárcel de Chancillería.

«Estos sujetos son jóvenes y sus antecedentes parece que no les abonan mucho, pues si nuestros informes son exactos, uno de ellos ha cumplido ya condena en una de las penitenciarías de España», señalaba el periodista.

Con razón los detenidos se mostraban tranquilos: la ausencia de pruebas motivó su rápida puesta en libertad. El crimen quedó impune, arrojado en el pozo de los misterios sin resolver durante más de 11 años. Hasta aquel mes de abril de 1906 en que, de pronto, una pelea entre dos vecinas del pueblo, Anselma López y Silvestra Martín, arrojó al aire una frase estremecedora: «¡Anda, ladrona! ¿Creías que ibas a taparme la boca con un pañuelo como hiciste con Estefanía mientras la robaban y mataban?». La invectiva iba dirigida contra Anselma y su marido.

Denunciado el hecho y detenidas ambas mujeres, las diligencias de la Guardia Civil, practicadas en secreto, se materializaron en detenciones instantáneas: en Pollos fueron prendidos Marcelino Macías Rodríguez, alias «Chistón», y Saturnino Rodríguez Duque, más conocido como «Bolo» y dedicado a labores de confitería, mientras en Medina del Campo corría la misma suerte Ramón López Díez, de profesión tablajero. Posteriormente se hizo otro tanto con el pollero Ángel Mayoral Muñoz, vecino de Tordesillas. En casa de algunos de ellos se habían encontrado alhajas y ropas de Estefanía.

El fiscal que ejerció la acusación pública en el juicio creía tenerlas todas consigo cuando esbozó su versión de los hechos: una vez acordado el atraco, el ya fallecido Bernardo Rodríguez, alias «Panche», y Mayoral, al ser los que más relación guardaban con Estefanía, habrían entrado los primeros en su casa; el resto, en el momento de la agresión. Ni que decir tiene que pedía para los cuatro la pena de muerte.

Mas el misterio, para desgracia del fiscal, volvió a apoderarse del crimen tordesillano: el 20 de octubre de 1907, el jurado, a la vista de la debilidad de las pruebas, decidió declarar absueltos a los acusados.

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