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Henar Sastre
Unas viejas rencillas que terminaron a navajazos en las fiestas de Aldeayuso

Unas viejas rencillas que terminaron a navajazos en las fiestas de Aldeayuso

Valladolid, crónica negra ·

Vicente Alonso, vecino del arrabal de Peñafiel, murió a manos de un viejo conocido, Juan Arranz, apodado Melón, con quien había mantenido una enemistad. El 13 de mayo de 1858, después de compartir alcohol y chanzas en una taberna, Arranz orquestó una encerrona que terminó con la vida de Vicente

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Martes, 17 de septiembre 2019, 07:08

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Mientras bebían, bromeaban, reían y pagaban, no parecía existir entre ellos ni un solo motivo de roce. Era una escena más que habitual en cualquier fiesta que se precie: un grupo de amigos compartiendo chanzas al calor del alcohol en la taberna. Nada más.

Así discurría la noche de aquel 13 de mayo de 1858 en Aldeayuso, arrabal de Peñafiel situado a tiro de piedra de Fompedraza y Molpeceres, entre otras localidades.

Aquel día era feria en el arrabal. Vicente Alonso, vecino del mismo apodado 'Cantero', regresaba por la noche de disfrutar la fiesta. Paró, como tenía acostumbrado, en una taberna de Molpeceres, donde se topó con viejos conocidos.

Uno de ellos, Juan Arranz, más conocido como 'Melón', que aún le miraba de manera esquiva. No era de extrañar. Ambos eran viejos conocidos y rencillas pasadas los habían distanciado. Pero hacía tiempo que todo parecía olvidado. De hecho, en más de una ocasión, en el transcurso de la noche, Arranz le tendió la copa para brindar juntos.

Melón y Cantero no estaban solos. Les acompañaban algunos mozos de Fompedraza, uno de ellos perteneciente al batallón de milicias de voluntarios. Era una noche mágica. Rieron, bebieron, festejaron y compartieron chanzas hasta bien entrada la madrugada, cuando, calientes aún los ánimos, decidieron retirarse. La mayor parte de los congregados partieron en dirección a Fompedraza.

Pero no todos habían salido de la taberna. A Vicente Alonso aún le quedaban fuerzas y ganas para apurar un último trago. Ni por asomo podía presagiar lo que se le avecinaba.

Fatal encontronazo

Contra todo pronóstico, enseguida notó que el cansancio se apoderaba de todo su cuerpo. Era hora de marchar. Entonces ocurrió algo extraño. No había enfilado aún el camino a casa cuando se topó con un grupo reducido de jóvenes. En un primer momento no se percató de que se trataba de cuatro de aquellos colegas de risas y tragos.

Tampoco supo distinguir si hablaban en broma o le advertían seriamente cuando, de improviso, le dieron el alto. «¿Quién eres tú?», escuchó. Y nuestro hombre frenó en seco.

Lejos de percibir animosidad o riesgo para su persona, Alonso se encaró y contestó con cierto tono jocoso: «Quien quiera que sea. Qué te importa a ti». Los cuatro se aproximaron a él, le cercaron. Fue en ese momento cuando les reconoció. La camaradería volvió a reinar entre todos ellos cuando uno de Fompedraza, mirándole a los ojos, le animó: «No te enfades, que como venías sin sombrero no te hemos conocido».

Alonso se relajó. Hasta pensó que, dada la proximidad a esa taberna que minutos antes los había congregado, podrían entrar de nuevo para continuar la fiesta. Fue su último pensamiento. Sin mediar palabra ni torcer el gesto, el joven sacó un garrote que llevaba oculto y le asestó un golpe brutal en la cabeza.

Todo conforme a lo planeado: nada más verle caer al suelo, Melón se abalanzó como un poseso. Hundió su navaja en el costado del Alonso mientras le injuriaba por las rencillas pasadas. Blandía Arranz el arma homicida mientras el malherido, sacando fuerzas de muy dentro, le agarraba las piernas no para ofenderle ni defenderse, sino para implorar clemencia.

«¡Ay Dios mío!», se le oía gritar, al tiempo que invocaba al Altísimo para que le librara de la muerte. Pero Melón no tenía piedad. De hecho, aquellos ruegos piadosos parecían excitarle más, inducirle a acabar con su presa de la manera más vil.

«¡Aquí no hay más Dios que yo!», le contestó; «¡Misericordia!, ¡piedad!», continuó Alonso. Una escena terrorífica: el asesino se deleita viendo al moribundo aterrado, una mano en el costado y la otra alzada al cielo. Arranz le mira fijamente a los ojos, acerca la boca a su cara y le espeta: «¡No hay piedad, no hay misericordia. Tampoco la tuviste tú de mí».

El viejo y rancio odio entre paisanos, la venganza que se sirve en plato frío, helado: el plato de la muerte. La navaja no da tregua. Alonso, encharcado en sangre, aún logra arrastrarse hasta un banco de piedra cercano a la taberna en busca de un último apoyo. Parece un milagro verle asirse a él, subirse a pulso hasta sentarse. No puede más: deja caer la frente sobre las manos y calla. El asesino no sabe si reza o medita. Ya le da igual. Segundos más tarde, su víctima se desploma sin vida.

La investigación policial y la presencia de testigos pusieron las cosas fáciles a la justicia. Los sospechosos no tardaron en ser detenidos. Melón lo confesó todo con pelos y señales, incluidos los diálogos y las expresiones desesperanzadas de su víctima.

La vista oral se celebró pronto, el 6 de agosto de 1858, en Peñafiel. Aunque el fiscal y la acusación particular solicitaron pena capital para Melón y el autor del golpe, el primero resultó condenado a cadena perpetua y el segundo, a 18 años de cárcel.

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