Felipe II y las mujeres
Un libro desvela la importancia del universo femenino en las decisiones del Rey Prudente y la verdadera causa de la muerte de María Tudor
La afirmación es rotunda: el universo femenino que rodeó a Felipe II, tantas veces descuidado o menospreciado por la historiografía fue, sin embargo, «tan importante, esencial en muchos casos, que no sería adecuado considerarlo como algo accidental». Antonio Martínez Llamas, autor de la frase, lo demuestra en su última obra, titulada precisamente 'El universo femenino de Felipe II' y que acaba de ser publicada por el sello editorial Eolas & Menoslobos. Este médico leonés, especialista en la vida y obra del Rey Prudente, desgrana en 707 páginas toda esa parte íntima del monarca, tan determinante y a la vez tan desconocida, pues, como él mismo señala, «el evidente exceso de datos biográficos sobre Felipe II se contrapone al escaso conocimiento de su universo femenino». O lo que es lo mismo: la inflación de eventos políticos en la historiografía filipina, unida a la escasa presencia de su vida íntima, arroja una imagen mutilada del monarca vallisoletano.
Para remediarlo, Martínez Llamas ha invertido más de dos años en investigar la relación de Felipe II con las mujeres, acudiendo a la bibliografía indispensable, española y extranjera, pero también a fuentes documentales primarias, fundamentalmente inglesas. El resultado más inmediato es que este hombre, al que no duda en calificar como «enigmático, desconfiado, fanático religioso y trabajador incansable», estuvo muy condicionado por las mujeres que marcaron su vida. Desde su madre, la emperatriz Isabel de Portugal, cuya temprana muerte (él solo tenía 12 años) marcó sin duda su personalidad, un tanto melancólica; sus dos hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela; sus cuatro esposas, María Manuela de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y su sobrina, Anna de Austria; y sus, al menos, ocho amantes, especialmente Isabel Cartagena de Ossorio y Eufrasia de Guzmán.
Martínez Llamas habla explícitamente del «soberanismo pasional» de Felipe II, en el sentido de que la pulsión sexual y los afectos jugaron un papel muy relevante en su vida cotidiana y en sus propias decisiones, y todo ello en un contexto muy diferente al actual, en el que la preeminencia masculina impregnaba todas las esferas sociales y donde conceptos que hoy parecen incuestionables, como igualdad o consentimiento, no tenían cabida. De modo que Felipe II, que a juicio del autor mostró siempre un «erotismo vigoroso», se comportaba de manera muy distinta cuando cohabitaba con sus esposas a cuando lo hacía con otras mujeres, pues en el primer caso se trataba de relaciones sexuales por razones de Estado (alianzas diplomáticas y búsqueda obligatoria de descendencia, sin enamoramientos ni «crónica rosa»), mientras que las amantes, a las que dedica un capítulo, suponían «un soplo de aire fresco en medio de la rutina doméstica».
El libro aporta novedades muy relevantes. Además de afirmar que el monarca conoció el amor verdadero con Isabel de Valois, su segunda esposa, desvela un hecho que la historiografía y las crónicas han silenciado: que la reina francesa padecía dispareunia, con la importancia que para ella tenía el dolor en las relaciones sexuales, «que la indujeron a un rechazo acomodaticio en la intimidad con Felipe II». Pero mucho más relevante es el hallazgo de la causa real de la muerte de María Tudor, para lo que Martínez Llamas echa mano de su doble condición de médico de profesión y erudito investigador: frente a las narraciones legendarias que hablan de «embarazos fantasmas» y cánceres de útero y ovario, el leonés, una vez analizadas las fuentes primarias, achaca su óbito al desarrollo y crecimiento de un prolactinoma, un tumor de la hipófisis que, además de explicar su esterilidad, le provocó síntomas como la ausencia de menstruación, los fuertes dolores de cabeza, la ceguera de sus últimas semanas y la falta de cejas.
Al contrario que su padre, Carlos I de España y V de Alemania, Felipe II no reconoció hijos ilegítimos, aunque es evidente que los tuvo. Entre ellos, por ejemplo, don Pedro y don Bernardino, frutos de su relación con Isabel Cartagena de Ossorio, Antonio Luis de Leyva con Eufrasia de Guzmán y, probablemente, otro con Catalina Laínez. En todo caso, el autor deja claro no solo que Felipe II nunca mostró una actitud misógina, sino que su manera de relacionarse con las mujeres no puede tacharse de despreciativa o grosera, pues, como era normal en la época, adoptó con ellas «una distancia similar a la que ejecutaba con cualquiera de sus colaboradores». El libro también aporta numerosos anexos documentales y láminas a color de algunas de las mujeres más destacadas en la vida del monarca.
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