Cuando los exhibicionistas se llamaban sátiros y alarmaban a la población
Varios actuaron a la vez en las inmediaciones del Campo Grande a principios de 1905, y fueron perseguidos por los vecinos
Fue tal la inquina y el temor que llegaron a sembrar en el Valladolid de principios del siglo XX, que los vecinos organizaron batidas para ... cogerlos y El Norte de Castilla recomendó agredirles con estacas, bastones o morrillos dada la impasibilidad de la policía. Era enero de 1905 y los «sátiros», como se denominaba entonces a los exhibicionistas, aterrorizaban a mujeres y niñas en la zona comprendida entre el Campo Grande y la calle Muro. El término hacía referencia a aquellos seres mitológicos, mitad hombre y mitad cabra, con cola de caballo, que, como buenos seguidores del dios Dionisio, se entregaban al vino, la lujuria y el desenfreno. Aquellos antepasados del detenido el pasado jueves en Parquesol por un grupo de vecinos lograron zafarse varias veces de la policía y de los grupos espontáneos de vallisoletanos, que, indignados por el mal hacer de las fuerzas de seguridad, se organizaron para darles caza.
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Ya a principios de enero, uno de ellos fue sorprendido mientras «realizaba sus hazañas en los jardines del Campo Grande durante las primeras horas de la mañana». Ahuyentado por la presencia de los municipales, en los días siguientes cambió de hora y de lugar: el 7 de enero lo vieron en la calle Muro, «entre el hotel del señor Amado y las nuevas casas de la calle Gamazo». Los infortunados fueron una criada y el niño que llevaba de la mano: «espectadores forzosos de las 'pantomimas' del sujeto en cuestión», ambos echaron a correr espantados. El Norte de Castilla no dudó en animar a dar caza al sátiro, al que describía como «alimaña que no tiene sitio fijo para sus desahogos», por lo que pedía encerrarle en prisión o en un manicomio.
Hace un siglo El Norte de Castilla recomendaba agredirles con la estaca, el bastón o un morrillo
Sin embargo, pocos días después se sabía que no era solo uno, sino que eran varios los «salvajes que, haciendo alarde de sus instintos de bestias, ultrajan a la moral en la vía pública». En efecto, seguían actuando en el Campo Grande y en la calle Muro, pero también en las cercanías del Puente Mayor. Los vecinos estaban indignados porque la policía era incapaz de detenerlos, de ahí que el redactor de El Norte de Castilla aconsejara utilizar la estaca, el bastón o un morrillo para aplacarlos; y seguía profiriendo todo tipo de invectivas contra ellos: «Degenerados, baldón de la especie humana que babean su instinto lúbrico asustando señoras y persiguiendo niñas». Y es que, al poco tiempo se tuvo noticias de que un sátiro había perseguido a una niña de entre diez y doce años por la Plaza de San Nicolás, y que fue ahuyentado por los vecinos y vecinas del populoso barrio. «El escándalo que se produjo fue morrocotudo», sentenciaba la noticia.
Todavía en febrero seguían atemorizando a las vallisoletanas. Una señora se topó en el Campo Grande con uno de ellos y tuvo que salir corriendo, y a varias que paseaban por la calle Colmenares les pasó algo parecido; en este caso, el sátiro llevaba «tapabocas a cuadros y gorra oscura». Los vecinos, cada vez más furiosos, planearon organizar batidas para darles caza. Hasta que el jefe de la policía, señor Devesa, se puso serio. Presionó a sus empleados y estos, en unión de serenos y faroleros, reforzaron la vigilancia. Los frutos no tardaron en llegar: el domingo, 5 de marzo de 1905, fue sorprendido el primero en el Paseo de los Castaños del Campo Grande, junto a la cascada, por el farolero del Paseo del Príncipe, Bonifacio Lorenzo, que alertó a los guardias Nicasio y Raimundo Prieto. El detenido se llamaba Hilario Fernández, «cuenta 25 años de edad y, por remate, es de estado casado». Interrogado en las oficinas municipales, «no negó que se dedicara a cometer actos deshonestos en presencia de mayores y niñas».
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Dos días después, el 7 de marzo, era capturado un segundo exhibicionista, también en las inmediaciones del Campo Grande. «Ambos degenerados fueron puestos a disposición del gobernador civil de la provincia», Hipólito Casas, que ordenó su ingreso inmediato en prisión. «Aspiro, con el auxilio de la prensa, a castigar estas brutales aberraciones, indignas de un pueblo culto», declaró el gobernador. La ciudadanía respiró momentáneamente, pues al año siguiente, concretamente en agosto de 1906, de nuevo un sátiro volvía a hacer de las suyas, esta vez en las inmediaciones del Campillo de San Andrés.
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