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Un momento de la tradicional procesión.
La celebración del Vítor llena Mayorga de magia en la noche de Santo Toribio

La celebración del Vítor llena Mayorga de magia en la noche de Santo Toribio

Miles de personas acompañaron la procesión cívica por las calles de la localidad

Miguel García Marbán

Miércoles, 28 de septiembre 2016, 13:06

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Ha sido un largo día de fiesta en Mayorga. Sin embargo, cuando la tarde comienza a declinar, la rutina festiva se detiene. Después de cenar en familia, Carlos González y Marimar García, junto a su hija, Miriam, se han acercado hasta el corral de su cuñado José de la Viuda, donde se reúnen con primos y sobrinos. De viejos baúles y armarios han salido sombreros de paja, chaquetones, pantalones, guantes y pañuelos, ropas todas con grandes e inequívocas manchas de pez, que ven la luz después de un año. Es 27 de septiembre, como aquel día de 1752 en que regresaron las reliquias de Santo Toribio a casa. El santoral marca que es la festividad de San Vicente de Paul, pero para los mayorganos es la noche del Vítor.

Es hora de vestirse para la procesión cívica, también de traer al presente emotivas vivencias, como cuando Miriam, con poco más de 2 años, quemó sus primeros pellejos de la mano de Mateo Fernández, maestro iniciador en la centenaria tradición. Para todos, el Vítor es algo difícil de decir con palabras.

A las diez de la noche comienza la procesión cívica del Vítor frente a la ermita del santo. Nada ha cambiado y, sin embargo, todo es diferente. Carlos, Marimar y Miriam han prendido en una hoguera sus pellejos colgados en los varales y pasan a forma parte del grupo de más de cien que va a llegar al Museo del Pan. Cerrando la procesión, antes de la música, va el Vítor, una tabla rodeada de una tela adornada con flores colocada en lo alto de una vara en la que se lee «A Santo Toribio Alfonso Mogrovejo Arzobispo de Lima Hijo de esta Ilustre Villa de Mayorga». Lo porta Ángel García Quirós, como lo hiciera su padre durante varias décadas.

Bajo las llamas, entre las gotas de pez que van cayendo al suelo, solo se oye el pegadizo la, la, la que acompaña a la música que sonará durante toda la procesión. No tardan mucho en unirse a la comitiva los niños, que, con varales y pellejos más pequeños, son el símbolo de la continuidad de un rito mágico. Mateo Fernández les alecciona.

En la iglesia de Santa María del Mercado, que este año ve los pellejos ardiendo con los ojos de su esperada restauración, la comitiva entra por estrechas calles que se llenan de fuego y humo en un caos en el que se mezclan las miles de personas que siguen la procesión. Los pies se van quedando pegados a la calle por la pez que cae de los pellejos y la única forma de no ahogarse es echar de vez en cuando un trago.

En la plaza no cabe ni un alfiler. Los pellejos en llamas están en el centro. El Vítor ha subido al balcón de Ayuntamiento y los fuegos artificiales desvelan la imagen del santo. Todo un pueblo entona al unísono el himno a su patrón, sucediéndose los vivas al santo. Pero aún sólo son las 12 de la noche y la procesión debe continuar. Poco a poco se recorre el pueblo. A las cuatro de la mañana se abren las puertas de la ermita, que no tarda en llenarse. En el interior reina en silencio, el respeto y el cansancio. Se entona de nuevo el himno al santo. Se suceden los vivas a santo Toribio, a santa Rosa, al Vítor, a Mayorga. Un año más la procesión ha concluido. Las sopas de ajo esperan. Al día siguiente, como palabras escritas en un folio blanco, las manchas de pez en la calle recordarán a Carlos, Marimar y Miriam que ya queda menos para el próximo 27 de septiembre.

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