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Las vacunas covid-19 y la importancia de la investigación básica

Las vacunas covid-19 y la importancia de la investigación básica

La pandemia revela la trascendencia de reconocer socialmente la labor científica

A. Victoria de Andrés Fernández

Viernes, 15 de enero 2021, 10:07

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¡Qué maravilla contar con las vacunas!

¡Qué progreso más espectacular!

¡Qué logro más extraordinario para la humanidad!

Son comentarios que nos llegan desde todos los países del mundo, a través de todos los medios de comunicación, expresados en todos los idiomas. Es el grito unánime de admiración al contemplar como, tras disputar la carrera más asombrosa de su historia, la ciencia alcanza la meta y sintetiza las vacunas contra el SARS-CoV-2 en tiempo récord.

Sí, está fenomenal que se haga este reconocimiento. Es justo y necesario.

Pero… hagamos una pausa. Le invito a tomar una copa de su bebida favorita y deleitarnos recordando la famosa frase que Isaac Newton, el considerado científico más grande de todos los tiempos, incluyó en una carta a Robert Hooke:

Si he visto más lejos es por estar de pie sobre hombros de gigantes.

De esta rotunda sentencia se pueden extraer reflexiones más que interesantes:

1.- Newton, el más brillante, el protagonista del momento culminante de la revolución científica según Bernard Cohen, se paró para reconocer el mérito de los que le precedieron. Él, el número uno, además de los talentos intelectuales, tenía también la virtud moral de la humildad.

2.- Por muy importantes que sean los logros puntuales, el avance científico es posible gracias al sustrato de conocimiento que han creado muchos otros antes que usted. En lenguaje pandémico, los éxitos de Pfizer, Moderna o AstraZeneca han sido posibles porque existía un conocimiento valiosísimo previo generado por concienzudos grupos de investigación en microbiología, bioquímica, inmunología, genética, fisiología, biología molecular y biología animal, entre otras áreas de la investigación biomédica.

3.- Los hombros que le alzaron para que él pudiese descubrir lo que descubrió no eran los de cualesquiera, eran de gigantes. Reconoce así el mérito e importancia de los que dedican su vida a la maravillosa tarea de desentrañar el universo.

Utilicemos el ejemplo de Newton y hagamos un merecidísimo homenaje a los que practican la investigación básica, a todos esos hombres y mujeres que consagran su esfuerzo a desarrollar líneas de trabajo insólitas, extrañas, curiosas, excéntricas y variopintas. Reconozcamos la valía de los que son indiferentes a comentarios insolentes del tipo «y eso que haces, ¿para qué sirve?» . Valoremos a los que se olvidan de la hora de comer doblados ante un microscopio, motivados tan sólo con llegar a desvelar un por qué o un cómo funciona.

Son ellos los que hacen los grandes descubrimientos que nutren la ciencia básica. Son ellos los que posibilitan los avances sobre los que, a posteriori, se realizarán aplicaciones concretas para solucionar problemas específicos.

Son ellos los que, en definitiva, permiten luego a otros exclamar: ¡Eureka!

Si Severo Ochoa levantara la cabeza

Por ilustrar la dualidad investigación básica/investigación aplicada, pensemos en el bioquímico y biólogo molecular Severo Ochoa, premio Nobel de Medicina. Sus investigaciones con la ARN polimerasa, algo completamente novedoso y desconocido en ese momento, contribuyeron decisivamente al desarrollo de todo un campo nuevo de trabajo. Qué pena que no pueda disfrutar, 60 años después de ser aplaudido en Estocolmo, de la madre de todos los espectáculos: nuevas generaciones de biólogos moleculares neutralizando una pandemia a base de vacunas fundamentadas en su ARN. Intelectualmente, insuperable.

Miren, yo he aplaudido de corazón a los sanitarios. Yo me he sentido orgullosa de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Yo me he emocionado con las acciones solidarias de los que ayudaban a los transportistas cuando las áreas de servicio estaban cerradas. Todos los que tenemos un mínimo sentido de la ciudadanía nos hemos sentido agradecidos de sabernos pertenecientes a una sociedad que funciona y así lo hemos manifestado.

Pero, además de en los hospitales, en las comisarías, en los supermercados o en las gasolineras, había más luces importantes encendidas. Eran las de los laboratorios de las facultades de ciencias y centros de investigación de todo el mundo. Allí seguían acudiendo nuestros doctorandos porque los embriones seguían creciendo, los hibridomas seguían produciendo sus anticuerpos monoclonales, los cultivos celulares seguían proliferando y a los animales de experimentación había que seguir alimentándolos. En definitiva, los experimentos científicos de base, previos a cualquier ensayo clínico en humanos, continuaban.

Un esfuerzo brutal d la comunidad científica

El brutal esfuerzo de trabajo por parte de generaciones de mujeres y hombres de ciencia no se podía detener por la pandemia, ni nos podíamos permitir tirar a la basura los millones de euros que suponen sus puestas en funcionamiento. Con sus permisos especiales acreditados por los rectores de sus respectivas universidades, nuestros jóvenes científicos (porque eran ellos, los que se jugaban sus tesis doctorales, los seniors estábamos dirigiendo desde nuestras seguras casas) entraban en moles de cemento llenas de aparatos parpadeantes casi con miedo, porque no hay nada más siniestro que una facultad silenciosa y sin alumnos.

Nuestros excelentes médicos, enfermeros y demás paramédicos reciben por su trabajo algo que vale mucho más que sus sueldos: las gracias de sus pacientes, las sonrisas de sus familiares, la admiración de sus conocidos y, en estos momentos de pandemia, el merecidísimo aplauso atronador de toda la sociedad. Pero los sanitarios aplican a los pacientes terapias y medicamentos basados en los descubrimientos que hacen los científicos (biólogos, masivamente), en silencio, sin aplausos y, a veces, hasta sin contratos.

A ellos, a mis queridos colegas, maestros y pupilos, a los científicos en su conjunto, no nos aplaude nadie. Y no es porque la gente sea desagradecida, es porque no se conoce lo suficiente su importantísima labor.

Creo que ya es hora de empezar a solucionar esta enorme injusticia. Hay que hacer una buena divulgación científica, hay que reconocer (curricular y económicamente) la transferencia a la sociedad de los resultados de la investigación, hay que organizar buenos ciclos de conferencias, hay que apoyar económicamente las mesas redondas y los debates divulgativos. En resumen, hay que reconocer socialmente y poner en valor la labor científica de una forma generalizada.

Mis lectores más cercanos saben de mi afición al arte. En la catedral de Chartres hay unas vidrieras maravillosas. Me gustan, especialmente, las de las ventanas ojivales bajo el rosetón del crucero sur. En ellas se ve a los cuatro evangelistas (Nuevo Testamento) sobre los hombros de los profetas principales del Antiguo Testamento (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel), flanqueando a la Virgen con el Niño. Quizás puedan servir de inspiración para el monumento que se le debería hacer, cuando todo esto pase, a todos los que han colaborado en esta titánica lucha contra la COVID-19.

El título bien podría ser A hombros de gigantes.

Artículo publicado en 'The conversation'.

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