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Mi hermano Ángel nos sujeta a mí y a mi prima Pilar en la piscina de los apartamentos Marola. a. m. p.
Chapuzones, chuchos y cine sin techo

Chapuzones, chuchos y cine sin techo

Más de diez agostos en las playas de Casteldefels curtieron mi infancia entre baños y paseos en bici. Nunca más tuve la sensación de ser rico. Lo teníamos todo...

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Jueves, 15 de agosto 2019, 08:28

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Mi mejor verano me cogió muy joven. Más bien niño. Hace tanto de aquello que Chanquete aún no había muerto por primera vez. Supongo que hay que ser niño para saborear los veranos -después solo los masticas-, y yo era un crío cuando llegué por primera vez a Casteldefels, 660 kilómetros mediante. El primer coche que entró en mi casa fue un Talbot Solara que me enseñó a conducir, así que aquel paraíso se me hacía desear, primero porque los inviernos siempre se han hecho interminables en Valladolid, y en última instancia por aquellos viajes en tren que te transportaban por el túnel del tiempo.

Uno que pensaba que la playa era en blanco y negro, el ritual de viajar durante más de diez horas hasta el destino vacacional me hacía sentir un privilegiado. Lo tomaba como si una vez al año me llevaran a otro mundo y, como tal, no cerraba la boca hasta que entraba por la puerta de La Torre. Dicho así, cualquiera diría que éramos ricos. Y lo cierto es que durante el mes de agosto lo éramos.

La Torre. Que no era ni más ni menos que la casa de verano que la tía de mi madre tenía en el bajo Llobregat y que amablemente nos cedía cada verano a los primos de Palencia y a nosotros. Ellos iban en julio, nosotros en agosto -el Tour de Francia tenía secuestrado a mi padre todo el mes de julio-. Decía la tía que tanto se había masificado Casteldefels cuando llegaba el buen tiempo que ella prefería huir del bullicio para instalarse en Puigcerdá. De ese modo, ella podía disfrutar del sol en silencio, y mientras los primos de Palencia y nosotros asumíamos el peaje de vivir en permanente ruido. Y no había nada que me gustara más entonces que despertarme con el claxon del panadero, que hacía ruta en furgoneta por todas las urbanizaciones, e intentar dormir por la noche después de una intensa jornada laboral en la playa. Porque aquello sí eran semanas de 40 horas al sol que más calentaba. Ni café ni escapadas furtivas.

Fichabas a primera hora después de visitar a la mujer de los chuchos -el típico abisinio relleno de crema-, y de la arena ya no te despegaba nadie en todo el día. La sorpresa al comprobar que no era en blanco y negro era directamente proporcional a la emoción que sentías por exprimir cada uno de los minutos de veraneo. No ibas a volver a saltar en todo el año a la arena, así que las verónicas y gaoneras se repetían a cada momento.

Aunque se parecían entre sí, eran días de coca-cola y rosas. De baños y tres castillos diarios en la arena, de paseos en bicicleta que años después patentarían Tito y Piraña, de Cuatro Estaciones en la pizzería La Pava, el restaurante junto a la autovía..., ¡de cine de verano! No había mejor regalo para un niño -además de los helados de la Iborra catalana- que la noche que tocaba hacer cola para ver una peli al aire libre. El ritual de preparar el bocata antes de saborear la primera de 'La guerra de las galaxias', masticarlo mientras asomaba la primera de 'Tiburón', o escupirlo viendo al primer Rocky Balboa subir los 72 escalones del Museo de Arte de Philadelphia es uno de los mejores recuerdos que me dejaron los veranos de mi vida.

Fueron más de diez los veranos que pasamos en Casteldefels, los primeros en nuestra 'Marivent' particular, donde durante un mes vivíamos como auténticos ricos. La piscina, la sala de billar, el cobertizo con las bicicletas, el edificio adjunto para el servicio... La sensación de vivir como ricos nos duró hasta que en el año 82 la tía decidió deshacerse de la Torre y ponerla en venta.

A partir de entonces, Marivent pasó a llamarse apartamentos Marola y el día a día, muy parecido. Con idénticas rutinas, los mismos mosquitos, el paseo en bici, la crema del abisinio, el cine de verano...

Con el paso de los años, eso sí que cambió, los chapuzones ya no sabían igual. A las ausencias cada vez más repetidas de mi padre por las exigencias del calendario ciclista se unieron las de mi hermano, esclavo desde muy pronto de los rigores de las pretemporadas deportivas. La inauguración del velódromo de La Horta, en Barcelona, durante el Mundial de pista de 1984 -allí conocí al mítico Guillermo Timoner, aunque entonces no era consciente de la leyenda que tenía delante-, fue el último verano que se bañó la familia entera en el Mediterráneo.

Así que allí nos quedamos mi madre y yo disfrutando de los chapuzones -ya en color-, del claxon del panadero, el azúcar de los chuchos a primera hora de la mañana, los helados de la Iborra catalana, el bullicio de las tumbonas,....

Desde entonces, los veranos ya no se saborean como aquellos, se mastican.

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