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El subteniente José A. González y 'Aston' un pastor belga de seis años.
Los lazarillos del aire

Los lazarillos del aire

Saltan a cuatro mil metros de altitud para alcanzar lugares inaccesibles por culpa de guerras y seísmos

Antonio Paniagua

Sábado, 5 de noviembre 2016, 00:24

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Dicen que los que se arrojan al vacío por primera vez en paracaídas siempre se preguntan: ¿Dónde demonios me he metido?. Quienes no tienen idea del asunto pero son adictos a las emociones fuertes se tiran en tándem, con un instructor adosado a la espalda que se encarga de pilotar. Al principio cuesta un poco respirar por la velocidad de la caída. Es primordial arquear la espalda. El corazón se acelera y el miedo va desapareciendo a medida que la adrenalina comienza a hervir. El cabo Aitor Candil, de 32 años y miembro de la Brigada Paracaidista del Ejército de Tierra (Bripac), no se amilana. Está acostumbrado a saltar en tándem. Su labor es planear en el aire, gobernar su cuerpo y el que tiene debajo y tirar de la anilla en el momento preciso. El más difícil todavía lo hace cuando de su compañero de viaje cuelga un perro sujeto por un arnés.

Un soldado de cuatro patas y orejas puntiagudas adiestrado para ser un héroe. El can que se observa en la foto de arriba tiene un olfato especial para encontrar explosivos. «Nos ahorran muchísimo trabajo. Estos animales han encontrado en Afganistán minas antipersona, explosivos y artefactos improvisados que nos habían puesto los talibanes». Ahora que las Fuerzas Armadas viven inmersas en un proceso de sofisticación tecnológica acelerada, llama la atención que el compañero más fiel del hombre sea uno de sus principales aliados en la guerra de guerrillas. Javier Sánchez, de 55 años, exlegionario y criador de perros de seguridad, arguye que no importa tanto la raza como el temperamento del animal. Una señal de idoneidad estriba en observar cómo se amamanta. «Si succiona de las ubres delanteras de la madre es un buen indicador. Revela que es juguetón, algo fundamental para el adiestramiento», dice Sánchez.

 Dependiendo de sus aptitudes, cada perro recibe una instrucción distinta. Los hay que están a acostumbrados a las estampidas con fuego real. Y los que husmean el terreno en busca de desaparecidos. «En el terremoto de El Salvador de 2014, los perros de los compañeros de la Unidad Militar de Emergencias (UME) encontraron entre los cascotes personas enterradas vivas», explica Aitor Candil. Hay sabuesos de fino olfato, animales sagaces, robustos e inteligentes. Es el caso de Aston, un pastor belga con el que ha saltado el cabo Candil. «Para mí todos los perros se comportan como héroes», dice Aitor, para quien algunos de estos cánidos merecerían una condecoración. No en balde, la Bripac y sus perros de guerra han estado en Líbano, Afganistán, Irak, Bosnia y Macedonia, por ejemplo.

Aprendizaje especial

Toda esta aventura de los perros de guerra no sería posible sin el concurso del Centro Militar Canino de la Defensa, situado en Carabanchel (Madrid), donde se crían y adquieren perros para su adiestramiento. Los compran con pedigrí a un precio relativamente modesto en comparación con otros países: unos 2.500 euros. Es lo que vale un ejemplar de entre 12 y 14 meses. Luego son asignados a instituciones del Ejército bien diferentes, desde la Guardia Real a la UME. «En el perro se aprovecha el instinto de caza. Tiene muy desarrollado el reflejo de manada y, como animal que es, le has de enseñar que eres tú el líder. Cuando se lanzan en paracaídas no les domina el miedo, porque el perro no tiene sentimientos, sino instintos», asevera el coronel veterinario Jorge Gerardo Parra, jefe del centro.

Aston, Jimmy y otros perros que saben lo que es sentir el viento a 300 kilómetros por hora sobre su pelaje están enganchados con arneses a su guía, sobre cuyas espaldas maniobra el cabo Candil, instructor de paracaidismo. Todos los perros llevan un bozal por razones de seguridad. «Es un animal y nunca sabes cómo se va a comportar. En uno de los saltos a mi perro se le fue el bozal y no se alborotó. Pude manejar el paracaídas sin ningún tipo de problemas», apunta.

Antes, los animales han sido entrenados con esmero para habituarse a las alturas. Los perros soldados son adiestrados mediante refuerzos positivos y negativos. «No vale para nada golpear a un perro, carece de sentido. Nuestra misión es ponerlos a trabajar y la violencia les inhibe de hacerlo», sostiene el coronel Parra.

 A los perros destinados a la Bripac se les somete a un aprendizaje especial para habituarse a las costumbres del paracaidista. Para que hociqueen el olor del combustible, oigan ruido de los motores, sientan el hormigueo del despegue y de vivir en las alturas. «Durante unos días el guía los pasea por la sala de embarque y los aviones. Hasta que llega un momento en que el perro ya está familiarizado y entonces se realiza el salto», aduce Candil. Dada su proverbial lealtad, si un perro ve cómo salta al que considera su amo, va detrás de él sin dudarlo, apostilla Javier Sánchez. «Si titubea no es válido», zanja.

Por lo general, se utilizan pastores alemanes y pastores belgas por su fortaleza y sagacidad. Como también ocurre en el Cuerpo Nacional de Policía, cuando los perros se jubilan se les da la opción a los instructores de entrenamiento de la Bripac de que se queden con ellos. «Hasta ahora, normalmente los han acogido», apunta el cabo.

Candil y el subteniente José A. González se preparan para el salto. Pasan revista a su equipo. Comprueban los anclajes, se calan las gafas protectoras, se acercan a la rampa del lanzamiento. Los perros parecen que huelen el trance, porque se muestran inquietos. Miran al cielo y al interior del avión. El nerviosismo se diluye con la experiencia. «Siempre intentamos que los animales salten entre una y dos veces al año. Está comprobado que en el segundo salto el rendimiento del animal mejora en un porcentaje muy alto».

Mientras el instructor paracaidista pilota el salto, el guía del perro se encarga de aquietarlo. El piloto antes se ha encargado de plegar bien el paracaídas, una operación que a veces evoca una suerte de encaje de bolillos al revés. Y es que el instructor ha de procurar que ningún cordón esté enredado. Su equipo tecnológico básico es una brújula de navegación de tres ejes, que indica el rumbo, y un GPS, que le permite saber en todo momento la velocidad de navegación y la distancia a que se encuentra del punto donde tiene que posarse. Aunque cueste creerlo, un paracaidista experimentado es capaz de atender a toda esta información. Cuando se despliega la campana, la tela, generalmente de seda, que retiene la caída, el soldado se puede tomar un respiro y observar los instrumentos de navegación con detenimiento.

 Los miembros de la Bripac pueden llegar a saltar desde 5.000 o 6.000 metros de altura y abrir el artefacto a los 4.000 metros. La misión de estas unidades es acceder a parajes inaccesibles. El momento de mayor tensión acontece cuando se toma tierra. Es entonces cuando los saltadores han de intentar llegar a la denominada zona de impacto de la manera más agrupada posible. Una vez que aterrizan, los animales se ponen a trabajar sin problemas.

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