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El ‘Endurance’ quedó atrapado en el hielo de la banquisa y tardó semanas en hundirse por completo. Los hombres escaparon en los botes salvavidas.
¿La gloria o la vida?

¿La gloria o la vida?

Sir Ernest Shackleton fracasó en su intento de cruzar la Antártida, pero logró salvar a los 27 tripulantes después de una odisea de casi tres años. Ocurrió en agosto de 1916

fernando miñana

Miércoles, 31 de agosto 2016, 15:10

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El dibujante Luis Bustos se quedó sorprendido el día que acudió al Museo Marítimo de Barcelona para ver una exposición con las fotografías de Frank Hurley sobre la epopeya de sir Ernest Shackleton en su fallido intento de cruzar la Antártida a principios del siglo XX. Aquella historia le fascinó y originó Endurance, una brillante novela gráfica donde retrata a aquel aventurero irlandés que hoy aparece en todas las charlas sobre motivación y liderazgo con las que se pretende formar a ejecutivos de todo el mundo. Shackleton, en realidad, fracasó en todos sus proyectos, pero hace cien años logró devolver con vida a los 27 tripulantes del Endurance después de casi tres años de odisea.

«Aquella exposición me pareció fascinante», rememora Bustos, de 43 años, quien no solo quedó deslumbrado por la gesta de sobrevivir al continente helado con escasos recursos y sin bajas, sino también por los «claroscuros» del personaje. «Shackleton cambió el paradigma de los aventureros, que hasta entonces se movían por el honor y, si no regresaban con vida, daba igual. Él fracasó, como fracasó en todos sus proyectos, pero antepuso la vida de sus compañeros y por eso pasó a la historia. Aunque cuando empecé a investigar también me sedujo su lado oscuro, el hombre que estaba casado y, a la vez, mantenía una vida paralela con una periodista. De manera que cuando muere de un infarto el día después de su regreso a Grytviken (la isla de Georgia del Sur desde donde comenzó su aventura), su esposa no quiere que lo entierren en Gran Bretaña y lo deja allí».

A Bustos también le deja perplejo que el mismo hombre que hizo lo indecible por salvar la vida de sus compañeros luego fuera capaz de impedir que la reina le concediera una medalla a cuatro de ellos, incluido McNish, el carpintero que se rebeló en mitad de una travesía pero que, más adelante, fue el encargado de adaptar el bote en el que Shackleton y cuatro hombres más atravesarían el mar hasta alcanzar Georgia del Sur para pedir ayuda.

La historia de una de las aventuras más grandes del siglo XX comenzó a gestarse el 29 de diciembre de 1913. Ese día salió publicado un anuncio en las páginas del London Times que decía: «Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito». La respuesta a una propuesta tan temeraria no encuentra explicación en la mentalidad de un siglo después, pero Shackleton recibió cerca de 5.000 peticiones.

Este irlandés, que a los 16 años ya había navegado como grumete, se propuso atravesar la Antártida, de mar a mar, después de que el noruego Amundsen lograra el primer gran reto, alcanzar el Polo Sur, unos días antes que Scott, que perdió la carrera por la historia además de la vida. El 8 de agosto de 1914, el Endurance soltó amarras en Plymouth rumbo al sur. Al final fueron 27 tripulantes, genuinos lobos de mar entre los que también había un fotógrafo (Frank Hurley, el de la exposición en Barcelona), dos cirujanos, un biólogo, un geólogo, un físico y un meteorólogo. Además, 60 perros de trineo canadienses de unos 45 kilos y un gato, Mrs. Chippy, la mascota por la que Shackleton llegó a dar la vuelta después de que se cayera por la borda.

En enero de 1915, a 200 millas de la costa, el Endurance (que significa resistencia en castellano) quedó atrapado entre témpanos de hielo del mar de Weddell. The Boss (El Jefe), como llamaban a Shackleton, decidió permanecer en la embarcación para ver si lograban solventar el problema o, como ocurrió con el Deutschland de Wilhelm Filchner tres años antes, se liberaba solo a los seis meses. Así, abrazados por los gélidos brazos de aquel mar extraño, el barco navegó a la deriva durante meses, mientras The Boss, siempre optimista, mantenía la moral de la tropa organizando desde partidos de fútbol hasta funciones de teatro, pasando por audiciones del fonógrafo o divertidas sesiones para cortarse el pelo. Ingeniosos trucos para sacarle una sonrisa a unos hombres que realmente vivían como presos.

El barco, después de ir astillándose entre quejidos en medio de aquel paraje silencioso por la opresión de los bloques de hielo, acabó hundiéndose en otoño. El 27 de octubre de 1915 emprendieron desde allí una incierta travesía y Shackleton solo les dejó viajar con lo imprescindible. Salvo un par de estudiadas excepciones: el banjo de Hussey, considerado como «medicina mental vital», y la cámara y algunas placas del fotógrafo. Además de los perros, tres cachorros y Mrs. Chippy.

Después de sacrificar al gato y algunos canes, el grupo alcanzó la isla Elefante con los tres botes salvavidas que acarrearon. Pero ahí no estaba su salvación. Shackleton sabía que por aquel remoto rincón del continente no pasaban ni los balleneros. The Boss decidió reforzar una de las barcas con la ayuda del carpintero, que casi ocasiona un motín, y eligió a los cuatro compañeros más fuertes para salir de nuevo al mar en busca de una isla poblada.

El líder les prometió antes de partir que les devolvería a casa con vida. Luego, empujaron el bote y estuvieron 17 días a merced de olas gigantescas y fuertes ventiscas. Gracias a la pericia del capitán Frank Worsley, el 10 de mayo lograron alcanzar Georgia del Sur. Pero allí no había signos de presencia humana. Grytviken estaba en la otra punta de la isla. Shackleton dejó a parte de la tripulación exhausta y enferma especialmente dos de ellos, y con otros dos partió a las tres de la madrugada, aprovechando la luna llena, para cruzar la desconocida cordillera Allardyce a pie con unas rudimentarias botas a las que añadieron unos tornillos del bote a las suelas para poder escalar.

El trío de aventureros, siempre guiados por el irreductible Shackleton, se apresuraron a cruzar las montañas. No fue fácil. A cada ascenso le sucedía una frustrante caída vertical. Y vuelta a empezar. Al final, agotados, temerosos de que la noche les sorprendiera allí arriba, decidieron jugársela lanzándose por un empinado tobogán de hielo. Una vez más, la suerte les fue propicia. El jefe, entonces, les dejó dormir cinco minutos; luego les despertó, les dijo que habían descansado durante media hora y siguieron caminando. Al cabo de 36 horas de marcha escucharon el silbido de un barco de vapor. Ya tenían a tiro el puerto de los balleneros. Lo habían conseguido.

Pero el líder no podía olvidarse ni un segundo de sus tripulantes. Primero mandó rescatar a los compañeros que dejó al otro lado de las montañas y luego buscó desaforadamente un barco con el que regresar a la isla Elefante. Durante meses realizaron tres intentos baldíos. Las barreras de hielo impedían avanzar. Pero el 30 de agosto de 1916, el remolcador chileno Yelcho navegaba entre la niebla hasta que se despejó y avistaron el islote. Shackleton cogió unos prismáticos y comenzó a contar los navegantes que salían de la cabaña, fabricada con los dos botes salvavidas restantes, donde resistieron al crudo invierno austral comiendo carne de foca y pingüino durante diez meses.

Su llegada a Punta Arenas estuvo envuelta en medio de un ambiente festivo. Nada que ver con lo que encontrarían en Londres, una ciudad irreconocible en medio de la I Guerra Mundial. Paradojas de la vida, algunos tripulantes, supervivientes de una epopeya, murieron semanas después en el campo de batalla.

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