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El entorno de la Catedral de Valladolid, abarrotado durante la Procesión de Humildad y Penitencia. Carlos Espeso
Valladolid toma la calle
Semana Santa

Valladolid toma la calle

Esta comunión que el Jueves Santo vimos se da pocas veces. Había ganas de hermandad, de familia, de amigos y de fe en compañía

José F. Peláez

Valladolid

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Viernes, 15 de abril 2022, 00:06

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La Semana Santa trasciende lo religioso para entrar de lleno en lo cultural, en lo social, en lo artístico, en lo etnográfico, en lo popular, en lo gastronómico y, si me apuran, en lo enológico. Porque rezar está bien, pero el vino tampoco está mal. La meditación es imprescindible, pero la fe está en la calle. La reflexión es necesaria, pero el encuentro con el otro es la base de nuestra religión. Estamos aquí para adorar a Dios, sí, pero también para amar al prójimo. No se debe confundir la fe con el beaterismo, lo espiritual con lo meapilas y la penitencia con el faquirismo. Bueno, entiéndanme, ustedes pueden hacer lo que les apetezca, faltaría más, pero mi manera de entender la Semana Santa pasa tanto por la reflexión como por la amistad, está tan cerca de la oración como de la celebración y no hay ninguna talla en el mundo que pueda sustituir a una persona humana, a una persona de carne y hueso, a un hijo de Dios. A ellos nos debemos. Al menos, eso nos enseñó el Maestro. Si las esculturas sirven para acercarnos a Dios, bienvenidas sean. Pero si sirven para cambiar el amor al hombre por el culto a los ídolos están alejándonos del objetivo.

Por eso, como casi siempre, la clave está en la medida, en saber compaginarlo todo. Eso es lo que me enseñaron a mí: ir de procesión en procesión, callejear, buscar el lugar, el punto de vista, estar en movimiento. Y alternar una procesión con un vino, una oración con una tapa, una plegaria con un abrazo. Ayer, Valladolid fue un escándalo de belleza y participación. El tiempo acompañó y hacia años que no veíamos la ciudad así. El centro fue una hoguera de encuentros fortuitos, de familias juntas y amigos unidos tras tanta soledad. Y yo lo disfruté. No se podía caminar, todas las procesiones fueron un éxito, aunque, en realidad, era imposible saber dónde acababa una y comenzaba otra. Toda la ciudad era un museo y una fiesta, una plegaria y una celebración, un murmullo y un silencio. Y en esa dicotomía nos encontramos, en ese pequeño caos que surge cuando te quedas atrapado entre dos plantas procesionales, cuando buscas posibles salidas y no las encuentras, cuando en todos los puntos cardinales hay obras maestras y miradas emocionadas y felices.

El Jueves Santo brilló desde la salida del Cristo de la Luz hasta que se recogió las Angustias. Sin peros, sin matices, sin reproches. Yo doy un diez a todo el mundo, a las cofradías y hermandades, a los cofrades de acera y a los de barra, a la hostelería, a la policía, a los fotógrafos, a los periodistas y a las autoridades. A los oriundos y a los turistas. A los que aquí seguimos y a los que un día se fueron y ayer regresaron a su tierra, a esta Tierra Santa, a su infancia y a su sangre. A los ancianos emocionados y a los niños boquiabiertos. A las bandas de música y a las carracas, a los retrasos sobre el horario y a las sobremesas que se juntan con la cena. Esta comunión que ayer vimos se da pocas veces. Puede que sea yo que tengo el estado de ánimo como el Real Madrid, pero qué quieren que les diga, había ganas de hermandad, de familia, de amigos y de fe en compañía.

El Viernes Santo es diferente. Personalmente, la procesión general me cansa. A las cofradías hay que verlas en sus procesiones, en sus barrios, en sus templos. Con su gente, sus tradiciones y sus reglas. Creo que es una opinión bastante extendida: si bien es muy práctico sentarse y ver todos los pasos sin moverse, creo que los de aquí preferimos lo de ayer, movernos, brujulear, hacer un poco el zascandil y perdernos en una ciudad que es un museo en su día de fiesta, el día de puertas abiertas a la hora del ágape de la fe y de la esperanza. Está bien para los turistas, que, por cierto, llenaron la ciudad. Pocas cosas gustan más a un vallisoletano que ver a una familia con un mapa y con la boca abierta. Yo me tomo cada suspiro como un homenaje y si alguien me pregunta algo me entra tanto orgullo que me dan ganas de abrazarles e invitarles a un vino.

Y el sermón y el pregón de las Siete Palabras, claro. Si hay un momento litúrgico que me pone los pelos de punta es este, las Siete Palabras de Cristo en la Cruz, los últimos pensamientos de un hombre martirizado antes de irse para siempre con su Padre, ese al que le pregunta que por qué le ha abandonado. Todas las palabras tienen una carga espiritual mayúscula y en mi familia siempre se ha seguido el pregón con interés y respeto. Y así lo seguiré haciendo. Y luego a la calle, castellanos, a la calle de nuevo, a encontrarnos en nuestra cultura, en nuestro arte y en nuestra fe. En nuestras tradiciones y en todos los recuerdos que están forjando hoy esos niños que mañana serán hombres y mujeres con amor a su tierra. Sentimiento y destino son la misma cosa. Hay que explicárselo todo desde el principio. Aprovechen el tiempo, que esto se acaba. Y recuerden que el cansancio es solo una parte del ritual. Aquí se sufre, pero tiene sentido: no a todos los pueblos les ha tocado el inmenso honor de ser difusores universales de la Verdad y la belleza.

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