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Rosa Bernadal y Miguel Castro cumplieron en noviembre 40 años de casados. En su caso, una yincana llena de obstáculos que han superado con valentía. ... Se conocieron en unas fiestas de San Lorenzo, el barrio de Rosa, y tienen tres hijos –fue madre con 16 años y tuvo a la pequeña con 22- y siete nietos. Cuando la crisis amontonó las deudas y no había dinero ni para comprar el pan, las tardes se llenaron de lágrimas. Pero el barco sigue a flote. Durante dos años, la vida de este matrimonio segoviano giró en torno al comedor social Casa de la Tierra. Su itinerario diario partía en su casa de Nueva Segovia. Desde allí, daban un largo paseo hasta el comedor, en San Millán, para desayunar. Después, vuelta al hogar para, poco después, coger de nuevo la puerta y regresar para la comida. Tras la sobremesa, volvían con una bolsa de bocadillos para la cena. A la cama y vuelta a empezar.
Miguel empezó en la construcción a los 14 años. «En el colegio ya había terminado, así que dijeron que a trabajar». Cuando explotó la burbuja inmobiliaria, fue víctima del sector más castigado de la economía española. Rosa limpiaba casas y portales. Hasta que los médicos le desaconsejaron seguir con sus labores porque su cuadro diagnóstico le situaba como propensa a un infarto. Desgrana sus problemas de espalda o artrosis, pero su clave estaba en la ansiedad. Una mujer tan risueña confiesa llevar 16 años con depresión tras la muerte de su hermano. La crisis puso al límite una cabeza que ya centrifugaba. «Yo solo pensaba que me iban a quitar la casa, que dónde iba a vivir… fue horrible».
Fueron los servicios sociales los que les derivaron al comedor social. «Cuanto menos se recuerde, mejor. Es una de esas cosas que procuras no mentar». Admiten que les costó pedir ayuda, especialmente a Rosa, de 57 años. «Cada vez que íbamos para abajo y llegábamos a San Millán, empezaba a llorar. ¡Cómo podía estar ahí! Prefería no comer con tal de no pasar esa puerta». Cuando visitan el comedor aún se acongoja al pasar la puerta. Agradece mucho el ánimo de todo el personal y recuerda el mensaje que le daban: «¡Ánimo Rosa, que de todo se sale! Hay gente que está peor, tú piensa que vas a salir adelante. Yo decía: 'para esto me tiro por un puente, esto no es vida'». Relata cómo se sentía señalada, las miradas y los gestos de sus vecinos exigiéndoles el pago de la comunidad.
Miguel, obligado a ser el fuerte de la pareja, se limita a decir que «lo llevaba» y paliaba sus angustias gracias a su afición a la pesca o la caza. Cuando no hubo dinero para pagar los desplazamientos o los permisos, tenía sus paseos por el campo para ver los conejos y liebres con Breno, su perro de caza. Pese a las urgencias, pudieron aplazar cinco años su hipoteca y el coche –tuvo que refinanciarlo para conservarlo- ya está pagado. Ahora tienen en casa a Missy, la gata que trajo una de sus nietas y que ya se ha quedado en la familia.
Rosa tenía clara su motivación para salir adelante: «Yo no quería volver para abajo [por el comedor]». Entre los apoyos de allí y la ayuda de Cruz Roja, preparo sus primeros currículos gracias a un taller de informática y peleó su regreso al mercado laboral gracias a un curso de dos meses de lavandería. «No falté ni un día. ¡Y he estudiado lo que no había estudiado en mi vida! Las etiquetas, lavar en agua caliente o fría, secadora, las prendas delicadas…». Hizolas prácticas en el hotel Corregidor y empezó a echar currículos en todos los hoteles que se encontraba. «Todo me venía bien. Hotel que veía, hotel que entraba. Por todos los sitios». Hasta que llegó una empresa de lavandería industrial en la que trabaja desde hace cinco años. Echó el currículo por la mañana y la llamaron por la tarde.
Miguel, de 60 años, superó sus problemas económicos volviendo a la construcción, en las viviendas de Carrascalejo. Apenas tuvo tiempo de estabilizarse cuando en 2017 le diagnosticaron un cáncer de vejiga. Él habla de «mear rojo» para explicar el sangrado de orina, que le sorprendió un día en el trabajo. Tras su primera visita al hospital, le dijeron que era una infección. Dos semanas después, aún subsistía el sangrado. Se fueron de vacaciones en un puente de cuatro días y a la vuelta visitó al urólogo. El diagnóstico: un tumor de cuatro centímetros en el exterior de la vejiga y otro en ella. En el último año y medio se ha sometido a cuatro intervenciones; dos de ellas, de ocho horas de duración. La última, en febrero. «A mí eso no me ha asustado, para nada. Estuve trabajando hasta el mismo día que ingresaba».
Está incapacitado para trabajar en la construcción pero se ha incorporado hace unos días a la empresa de lavandería donde está su mujer. «Me he visto positivo».
¿Cómo seguir adelante? «No pensándolo; si lo piensas, te hundes», responde Miguel. Para Rosa fue más difícil. «Yo me metía en la habitación, bajaba la persiana y a llorar. Ahí me daban las mañanas, las tardes y las noches». Con el comedor social en el horizonte, recuerdan los días especiales –sobre todo en navidades– en los que había cordero asado o langostinos. Les gustaban mucho los espárragos o los pasteles y aborrecían el salmón, pero tocaba comerlo. Rosa bromea con el gesto de disgusto. «Como no hay otra cosa, te lo comes, para qué vas a andar con rodeos», resume con franqueza Miguel.
El mensaje a cualquier familia que pase a una situación vulnerable es claro. «Que vayan al comedor sin ningún miedo. Por lo menos, de hambre no se van a morir. Se tardará en salir, pero ánimo y adelante», aconseja Miguel. «Que no sean tan tontos como yo. Que todo tiene remedio menos la muerte. Y que luchen», resume Rosa. Lo dice alguien que no conjuga el verbo rendirse.
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