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Mariano Peña (centro) en la función 'Obra de Dios' en el segoviano teatro Juan Bravo. A. V.
El aura de Mariano Peña

El aura de Mariano Peña

El popular actor encandila al público del teatro Juan Bravo de Segovia con su representación de 'Obra de Dios'

a. v.

Segovia

Jueves, 1 de enero 1970

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Es muy posible que Mariano Peña no sea Dios y que este viernes sobre las tablas del teatro Juan Bravo simplemente fuese el cuerpo elegido por el todopoderoso para hacerse pasar por él, con el objetivo de trasladar a un público atento y reflexivo la punta sacada a las páginas de la Biblia y, de regalo, diez mandamientos nuevos con los que reducir los doce millones de llamadas por minuto que el ser supremo recibe cada día desde todos los rincones del mundo y pasar a tener un poco más de fe en los propios actos y decisiones.

Lo que es cierto como el aire que todos respiramos, y el viernes quedó comprobado durante una hora y media, es que Mariano Peña tiene un aura que solo poseen los grandes cómicos; que tiene algo en la mirada, en la forma de caminar, en la forma de gesticular, en la forma de hablar y en la forma de interpretar frases que cualquier ser humano diría riendo pero sin hacer reír. Y ese aura le acompañó desde el momento en que pisó por primera vez el escenario, entre altivo y atropellado, por 'Obra de Dios'.

Su sola presencia ya descargó las primeras risas, que aunque solo se convirtieron en carcajadas de forma puntual a lo largo del montaje, sirvieron para revelar que Peña es uno de esos tocados por la gracia de Dios; uno de esos que conocen el instante exacto en el que es necesario juntar las manos y asentir, uno de esos que conocen el instante exacto en el que es preciso mirar al cielo y abrir los brazos al mismo tiempo que las piernas se encogen, uno de esos que conocen el instante exacto en el que es importante parar el monólogo y ceder el aura a quien le acompaña sobre el escenario.

En el caso del viernes, dos excelentes arcángeles que dan alas al sermón de Dios y que, con su docilidad, si hablamos del arcángel Gabriel (Chema Rodríguez-Calderón) y con su impertinencia, cuestionándolo todo y poniendo en duda la palabra de Dios, haciendo su papel de abogado del pueblo elegido del Juan Bravo y moviéndose entre las butacas, micrófono en mano como en los buenos coloquios, en el caso del arcángel Miguel (Bernabé Fernández), completan una terna celestial absolutamente divertida, que entre algunas personas del público provocó la risa continua y entre otras la sonrisa perpetua y delatadora.

Lúcido y lúdico

La misma sonrisa que declara a su portador culpable de no haberse parado nunca a preguntarse cómo pudo Noé construir un arca y meter una pareja de cada especie, si es imposible que un zoo entero quepa en un barco y si nadie ha conseguido todavía distinguir a simple vista a los mosquitos hembra de los macho.

Esas y otras muchas cuestiones son las que plantea un texto lúcido y lúdico, grandioso en varios versículos, que Mariano Peña traslada a los espectadores de principio a fin de forma no menos grandiosa; destacando, especialmente, su capacidad de acelerar y pausar el discurso según los golpes del guion. Eso sí, con un poco de alma de diablo; vistiendo zapatillas, polo y reloj rojo bajo la blanca casulla y emplazando a sus oyentes, una vez más con sarcasmo, a encontrarse algún día en un universo dos punto cero en el que el aura sea más propiedad de los comunes que de los divinos.

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