La historia de los mogarreños, pequeña en apariencia, ignota en su mayor parte, pero grande en su condición de humana, ha quedado escrita en la piedra con que allanaron sus calles y levantaron los muros de sus casas. En el tortuoso entramado urbano de Mogarraz que evoca un mundo antiguo surgido de la hibridación de culturas y religiones, de topónimos y apellidos franceses superpuestos al mozarabismo del propio nombre y de cien leyendas, y al lenguaje de los dinteles que ha perpetuado, en relieves tallados en granito, cruces y avemarías que equivalen a declaraciones de fe conversa. Y, sobre todo ello, nuestro pasado más reciente reflejado en los rostros y en la mirada de nuestros padres y abuelos, que, recreados por la mano maestra de Florencio Maíllo, habitan hoy las fachadas.
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De todo esto es de lo que, como alcaldesa, me siento orgullosa, y mi deseo es hacer que perviva, que seamos conscientes de lo que tenemos, pero también de quiénes somos y de dónde venimos, ahora que el mundo ha empezado a conocernos. Y que quienes pueden echarnos una mano, no nos den la espalda y nos ayuden a obtener los medios que nos faltan para continuar en la tarea. Para dignificar, en definitiva, nuestra condición de supervivientes.