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López Chaves es sacado a hombros de La Glorieta tras su tarde triunfal.

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López Chaves es sacado a hombros de La Glorieta tras su tarde triunfal. MARÍA SERNA

López Chaves, la estocada de la feria

El torero de Ledesma, tan querido en Salamanca, celebra sus veinte años de alternativa con dos faenas sentidas y un broche extraordinario con la espada. Un gran toro del Puerto dentro de una corrida variada

Barquerito / Colpisa

Salamanca

Domingo, 16 de septiembre 2018, 12:25

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Corrida de las largas. Casi tres horas en La Glorieta, transiciones interminables entre toros y toro, pilas de tiempos muertos. Desfilaron unos cuantos antes de soltarse el sexto toro, que fue el séptimo en juego porque se había devuelto por frágil el quinto. No menos frágil que el devuelto fue ese sexto. Pero no eran horas de reclamar ni de ponerse a mover toriles y corrales. Solo que el segundo sobrero del Puerto se llamaba igual que el cuarto de sorteo, Malaguito. El toro de la tarde.

Un dechado de nobleza y no solo. Exquisito fondo, embestidas muy regulares. El ritmo, la manera de descolgar y humillar y la franqueza que buscan los ganaderos encumbrados. Las hechuras propias del tipo y encaste Atanasio: lomillano y badanudo, las borlas de la cola barrían la arena, recogido de cuerna, acucharadito, armonioso. Receloso y frío solo de salida, atacó y dobló en cuanto tomó engaño. No ha habido en toda la semana de feria ni una tarde sin toro sobresaliente. Y cada uno, de manera y aire distintos. Este Malaguito tuvo una muerte tan resistida y emocionante -llegó a levantarse- que la gente rompió a aplaudir con ganas mientras duraba la agonía, que fue de casi tres minutos. Un aviso al echarse, pero no del todo, y casi el segundo cuando al fin se rindió. Reata de nota en el Puerto.

Por todo eso no se entiende que el otro Malaguito se quedara de segundo sobrero. Emparejaría la corrida más de lo que lo estuvo. Es tradición en Salamanca que las corridas del Puerto sean las mejor presentadas. Seis gotas de agua. Y hasta ocho, como el año pasado en festejo de cuatro espadas y todavía más largo que este otro. Los toros que rompían la línea habitual fueron primero y tercero. El primero, hondo cinqueño muy astifino, corto de manos, lindo cuajo, salió abanto y encogido, tardó en fijarse y antes de hacerlo cobró un volatín completo - ¡pumba! - y al punto un alevoso puyazo trasero. Mil capotazos de brega defensiva. Estaba escrito que el toro no se iba a ver y no se vio. Padilla, desconfiado, tiró por la calle de en medio.

El otro toro discordante fue el tercero, salpicado y tan lustroso como todos los demás, sacudido y estrecho, bizco o zurdo, un garfio el cuerno derecho, afiladísimo. En un saludo precipitado, y tras larga cambiada de rodillas en tablas, Adame se fue a los medios para ajustarse en lances de costado, sedicentes chicuelinas, y del cuarto encuentro salió prendido por la entrepierna, Una voltereta bestial que lo dejó sin color y casi desvanecido. Pero ileso. El toro arrancó de cuajo un tramo de tablas junto al burladero opuesto a toriles. Pudo haber pasado al callejón sin llamar a la puerta. No se sabe qué oportuno capote - ¿el de Miguel Martín, el de López Chaves? - tuvo efecto disuasorio.

Mientras se ventilaba el destino de Adame y se cerraba el agujero, el toro estaba cobrando el puyazo más duro de toda la semana y lo acusó: fue de ir y venir sin celo, de salirse distraído. Adame hizo un esfuerzo. Y repitió con el sexto, que se le fue de manos demasiadas veces. Padilla, que atendió la demanda de banderillear al cuarto, anduvo en esa baza peleón y habilidoso y, al final, atrevido entre pitones. La gente lo celebró. El público de los sábados de feria en La Glorieta es fácil de contentar.

Domingo López Chaves cumplía justamente veinte años de alternativa. La tomó en esta misma plaza. 1998. Era entonces promesa de torero de refresco. La falta de acierto con la espada, tantas veces su cruz, lo relegó pronto a torero de segundo plano. Pero no solo regional. En Madrid, donde salió a hombros en su debut de novillero, tiene un expediente estimable y es torero reconocido. En la Francia torista, y sobre todo en la temible Vic Fezensac, es un ídolo.

En vísperas de la celebración insinuó que el final de su carrera está próximo. Una familia feliz, la vida resuelta, una ganadería que funciona. Y un carácter cabal y sin dobleces. Es un torero muy querido no solo en su Ledesma natal. En la Salamanca capitalina. Y en el campo charro, también. Por ser, entre otras cosas, de los que hacen todo a favor del toro: no los esconden, a pesar de que descargar la lidia del sobrero en la cuadrilla estuvo a punto de salirle caro -tantos capotazos de doma avisaron al toro, que tardó en romper–, cuida del tercio de varas, no pega tirones, sabe andar y moverse por la plaza.

En los toreros ganaderos el son campero para torear se acentúa con el paso del tiempo. Es su caso. Y su gracia: la verónica corta y acompasada de manos recogidas, por ejemplo; la manera de medir las fuerzas, el abundar cuando parece del todo echada la suerte, la llama forma de torear sin artificio. Fue más complicado y más bravo el toro de los veinte años que el sobrero, menguado de poder. A los dos les dio trato parecido. Al uno lo toreó por abajo con la diestra en dos tandas logradas, las dos con espléndidos remates de pecho. Con el otro, una vez sometido, se enfadó en una tanda con la izquierda de mucha verdad. Y puso en fin la firma adecuada: una memorable estocada por el hoyo de las agujas. Ejecución canónica, la muleta en la mano. La estocada de la feria. No es poco.

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