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Adolfo Suárez, junto a su esposa, Amaparo Illana, y sus hijos, en 1977. / Efe
Una familia golpeada por la enfermedad
ADIÓS AL PADRE DE LA TRANSICIÓN

Una familia golpeada por la enfermedad

El expresidente se entregó en cuerpo y alma al cuidado de su esposa y después sucumbió a su propia enfermedad

MAGIS IGLESIAS

Miércoles, 26 de marzo 2014, 16:04

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El cáncer llamó a la puerta de la familia Suárez Illana, por primera vez, en noviembre de 1992. El expresidente era también exdiputado y exlíder del CDS porque hacía apenas un año que había dimitido de su cargo y abandonado su escaño del Congreso. Su hija Mariam tenía 29 años, un embarazo de tres meses y un matrimonio feliz cuando recibió el zarpazo del carcinoma en una mama. Desde el diagnóstico, se constituyó el "grupo de apoyo" familiar que, capitaneado por el padre, arropó y apoyó a la enferma durante los años de padecimiento.

"En cierta forma relata la paciente en su libro 'Diagnóstico: cáncer'- era como cuando estábamos en las campañas del CDS, todos participando: yo en el coche con los altavoces, mi hermano Adolfo en la Puerta del Sol, encima de un cajón de madera, de esos de fruta, debajo de una sombrilla verde que decía CDS, arengando a la gente que se congregaba para oírlo; todos siempre juntos en los mítines; mi madre en casa cosiendo la única bandera del partido que teníamos en los primeros tiempos".

La nueva etapa de la trayectoria vital de Adolfo Suárez se convirtió en el reverso de la moneda de lo que había sido el periodo anterior. La actividad pública y la pasión política desaparecieron por completo para ser sustituidas por una intensa dedicación a la familia, a los hijos, a la enferma y, sobre todo, a Amparo. Ella se convirtió en la primera preocupación de toda su existencia y acaparó su tiempo y cuidados, cuando también padeció el temible diagnóstico que, más tarde, acabaría por alcanzar a Sonsoles, la hermana más pequeña.

Entregado en cuerpo y en alma

Como si quisiera compensarla de los años de ausencia, del tiempo en que aguardaba pacientemente el regreso a casa del funcionario, del presidente, del líder político y del conspirador, Adolfo Suárez se dedicó en cuerpo y alma al amor de su vida. "En estos difíciles y duros trances es cuando se descubre la inmensidad del amor que se profesa a una persona enferma y ese amor es la medida del dolor", dejó escrito en el prólogo del libro de su hija (único texto publicado que se le conoce). En torno a esta reflexión construyó su biografía a partir de los años noventa y experimentó un gran fervor religioso.

A medida que proliferaban las muestras de reconocimiento de toda la sociedad a los méritos de su labor política, más se encerraba él entre las cuatro paredes de su casa. Ya fuera en Madrid o en Palma de Mallorca. No permitía que nadie le sustituyera a la cabecera del lecho de su esposa. Él la aseaba, la alimentaba, le administraba la medicación y la acomodaba en el lecho con amorosa dedicación. Así, durante años.

No se permitió ninguna distracción de esta exigente tarea. Ni vanidades ni premios ni títulos. Sólo aceptó, a la muerte de su esposa en el año 2001, la presidencia de la Fundación de Víctimas del Terrorismo cuando se constituyó. Precisamente, su trato directo con el dolor hizo que se sintiera cercano a los que perdieron a sus seres queridos o sufrieron las secuelas del terror en primera persona.

Cuando Amparo se fue, él dio por concluida su misión en la vida. Poco a poco, su cerebro se fue haciendo perezoso hasta dejar de funcionar como un reloj sin cuerda. Primero, se negó a recordar y después, el órgano se resistió a cumplir con su labor como control central de los pensamientos, las funciones y los sentidos. "Papá, se murió Mariam", le comunicó un día su hijo Adolfo, quien se convirtió en el jefe de la familia y protector de su padre en los últimos años. "¿Qué Mariam?", preguntó él, ausente.

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