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Si hay que elegir un vino por su etiqueta y un libro por su portada, últimamente no doy pie con bola. Que no acierto ni con las lecturas ni con el alpiste, vaya. Y eso que ya desecho, de entrada, tanto los libros cuya faja es más larga que el libro mismo como los vinos con etiquetas donde figuran frases cursis y pretenciosas. Frases que parecen sacadas del Instagram de Mar Flores. Frases de mocatriz, modelo, cantante y actriz, que canta Ojete Calor. O de poeta tuitero, que es casi peor.

Lo pretencioso inundó nuestro país cuando las panaderías se convirtieron en boutiques del pan y, a partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Los peluqueros se transformaron en tricólogos, los vinagres en acetos balsámicos (no hay Módena para tanto vinagre) y los políticos en filósofos. Aún recuerdo la foto que se hizo Errejón hace un par de años en una casa rural y que tuiteó con el texto «Aprovechando el puente para descansar, comer bien y respirar. Y también aprovechando para leer y estudiar. Hoy ha tocado volver a Gramsci». Yo, de puente en una casa rural, a lo único que vuelvo es al frigorífico a coger otra cerveza. Y una ristra de morcillas.

Tan pretencioso como volver a Gramsci es ir de negro riguroso a estas alturas del año. O llevar gafas de sol en interiores. O que te guste Aronofsky. O escribir Copenhagen. O empadronarte en un pueblo de Segovia pretendiendo ser de allí de toda la vida, que por lo visto no sólo los de Bilbao nacen donde les da la gana, sino también los de Vitoria. Pero no hay nada tan pretencioso como pensar que puedes ser columnista. Encima, yo ni siquiera puedo volver a Gramsci porque nunca he leído ninguno de sus libros. Eso sí, le sigo mucho. Como Sofía Mazagatos a Vargas Llosa.

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