Un verano que no termina de ser verano
Crónicas de gentes recias ·
Parecíamos tontos ejecutivos de ciudad perdidos en una meseta que Dios quiso hacer sin sombraPablo Merino
Sábado, 17 de julio 2021, 08:37
El coche olía a calor. Ese olor a textil recalentado, a densidad maquinaria del automóvil que pasó varias horas bajo el sol de julio. ... Íbamos mi compañero Jesús y yo, girando rotondas, con mi ajado Renault Modus noventa caballos de vapor, camino de Cisneros. Y pasadas las rotondas íbamos surcando la CL-613, despacito, sin ninguna prisa, hablando de nuestra infancia y de las fiestas populares que nos arrebató el mundo moderno. Hacía mucho sol y el campo enseñaba sus primeras giganteas en suavísimas lomas cerrateñas que parecen no tener fin. No rebasábamos los ochenta kilómetros por hora, pacientes tras un remolque antiquísimo, rojo y blanco, de una empresa agromaquinaria de Santillana de Campos que se escoraba hacia el arcén para dejar paso a grandes tractores John Deere. Las nubes moteaban el cielo y todo estaba tan tranquilo que resultaba inquietante, un jueves cualquiera de verano.
Llegábamos a Cisneros y nos encontrábamos niños con sus bicicletas y otros solos, paseando a sus perros feos. Las chicas salían en grupo a pasear su incipiente feminidad ante las indiscretas miradas de los amigos de sus abuelos. Reían al vernos, en un coche tan cutre y tan caliente, con nuestras camisas arremangadas y nuestras corbatas de pala ancha, como tontos ejecutivos de ciudad que se pierden en una meseta que Dios quiso hacer sin sombra. Estuvimos bien de rato con los herederos de una casa familiar en venta. Como todos los propietarios forasteros, ellos también querían deshacerse de quinientos metros de ladrillo y tapial que en Madrid suenan a atraso. Afuera estaba la cartera, una chica bajita con buenas cachas y una melodiosa voz que avisaba a las vecinas, por su nombre, de noticias en forma de carta.
No dejaban de salir niños a nuestro encuentro. Había niños de distintos formatos: gorditos, delgados y pálidos, otros tostados desde marzo y otros grandones que en el Renault Modus noventa caballos deseaban haber negociado en su contrato días de asuntos propios. Era el oasis de los niños en un desierto demográfico con 5G y polideportivos vacíos. El gobierno de los infantes en una España sin fecha, en la última España que fue. Unos niños buenos, una dictadura de lo grácil, un paraíso de púberes de foto antigua en una secuela dirigida por Chicho Ibáñez Serrador. El reloj del coche marcaba el mediodía y el calor nos había deshidratado. Estábamos en los confines del pueblo, en las últimas marcas del arado, dispuestos a encontrar una gasolinera que nos surtiese de prohibitivos refrescos de soda. El cartel de helados KTC y unas cajas azules de Mahou en una puertecilla rodeada de cipreses rastreros nos atrajo poderosamente, como si el pueblo intentase retenernos antes de enfilar la carretera.
Parecía aburrida, tras un mostrador, una chica rubia que no alcanzaría el cuarto de siglo. Saltó como un resorte de la cámara frigorífica en la que estaba apoyada. Era muy simpática, y nos decía que había muchos niños porque eran sus vacaciones de verano. Servía, despreocupada, en un jueves cualquiera de verano. Yo creo que esa chica no tendrá grandes sueños ni tampoco grandes frustraciones. Probablemente sueñe con llegar a ser corneta en su cofradía o con que su novio, que hace fines de semana en la fábrica de piensos, le pueda llevar en agosto a Santander.
Tomábamos la soda sin azúcar en la terraza de la piscina municipal. Una señora preguntaba por sus estudios a un chico joven que pretendía darse un chapuzón. El socorrista charlaba amablemente con un quinto y la cartera de cachas de ambrosía hacía aparición con un hombre grandullón para tratar de arreglar una bomba de agua. Pensé que eran golondrinas las que planeaban por encima de la piscina municipal, pero eran pájaros azules y amarillos, parecidos a periquitos, que salieron de la jaula para quedarse en Cisneros. Comentábamos Jesús y yo lo bien que se estaba al resol y lo agradable que nos resultaba aquella camarera estival que seguramente fuese la mujer perfecta.
Nos terminamos el refresco de soda y nos marchamos definitivamente del pueblo. Por la tarde hizo fresco y el cielo límpido se encapotó levemente, certificando que este verano no termina de ser verano. Montamos en el coche, que nuevamente olía a calor, como a textil recalentado. El reloj dejó de marcar el mediodía y España, en ese pueblo, terminó.
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