Un verano raro
«Somos incapaces de saber qué va a ser de nosotros la próxima semana ni que incidentes de recorrido podrían poner patas arriba nuestra vida cotidiana sin que tengamos ninguna posibilidad de intervenir en ello»
El encierro ha dejado secuelas físicas y también marcas psicológicas de las que tardaremos tiempo en recuperarnos. Los que hemos tenido la suerte de salir ... indemnes del zarpazo de la covid-19, vivimos, con todo, una sensación de incertidumbre que nos acompañará durante mucho tiempo. Todo es líquido a nuestro alrededor, no existen asideros sólidos a los que agarrarse ni certidumbres que ofrezcan una cierta tranquilidad. Somos incapaces de saber qué va a ser de nosotros la próxima semana ni que incidentes de recorrido podrían poner patas arriba nuestra vida cotidiana sin que tengamos ninguna posibilidad de intervenir en ello.
Las noticias en estos días de agosto se asoman al abismo de una depresión que rezuma tristeza por los cuatro costados. A cada dato económico malo le sigue otro peor y un tercero pésimo. Las empresas pierden dinero como nunca, los indicadores de los países están en niveles desconocidos y todo se mueve en un territorio entre preocupante y terrorífico. Y en lo sanitario las cosas no están mejor, sino todo lo contrario. Cuando crearíamos atisbar la luz al final del largo túnel del confinamiento y la ruina, comprobamos cómo por descuido, imprevisión o las dos cosas juntas, la situación vuelve a constituir una pesadilla que miramos atónitos, conteniendo el aliento para conjurar una vuelta atrás que nos condenaría a una hipótesis que no queremos siquiera imaginar.
Así están las cosas en este verano atípico en el que las vacaciones son tan distintas que casi no lo parecen. Mucha gente no se ha movido de su ciudad por puro miedo y otra vive cada día con la idea de que en cualquier momento tendrá que coger sus maletas y regresar a casa. Los aeropuertos son lugares desolados, las estaciones de tren registran un movimiento nervioso e impreciso y los puertos se asemejan a un escenario de distopía en el que los pasajeros son sólo el recuerdo de otros tiempos.
El mismo mar de todos los veranos tiene hoy un azul teñido de dudas en el que se toma el sol con mascarilla y se camina por el borde de la playa esquivando a cualquier humano que realice idéntica actividad. No hay besos familiares, ni abrazos de amigos. Las risas en el chiringuito provienen de un humor necesario para sobrevivir al caos que se extiende como una mancha por todo el mundo. No existe un lugar seguro, porque la maldición del coronavirus acecha haya por donde vayas. Los bares languidecen sin turistas y algunos hoteles parecen balnearios venecianos en los que más que entrar en un lugar de descanso parece que se hace en un hospital de infecciosos. Hay comercios que han chapado sus locales porque las cuentas no salen y allí donde preguntas recibes una respuesta resignada impregnada de desolación. Definitivamente, este no es el mejor verano de nuestras vidas, sino el peor con diferencia. En el aire se percibe una tristeza ambiental que amplifica las miradas desconfiadas que unos dirigen a otros como sospechosos y posibles causantes de una enfermedad que puede resultar letal.
Habíamos esperado todo un año la llegada del tiempo de ocio y descanso. Teníamos planes de viajes, de ciudades, de actividades que hoy nos parecen lejanas y absurdas. Vivimos rodeados de miedos e ignoramos qué va a pasar más allá del ultimo recodo de agosto. En cualquier caso, disfruten si pueden. Como decía el maestro Manuel Alcántara: «Sobreponerse es todo».
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