Usanza y diplomacia de la mascarilla
«La grandeza y popularidad de la mascarilla naufragan cuando el virus asesino al que pretende vencer sufre una metamorfosis y se instala en el cerebro»
Con el paso de los días y los meses, la mascarilla y su estética antojadiza han alcanzado el incierto honor de ingresar en la memoria ... colectiva como símbolo indeleble de la pandemia, un terremoto invisible que ha hecho temblar los cimientos de un mundo arrogante y feliz en apariencia. Hace menos de un año su uso se veía como una costumbre extravagante tras la que los chinos esconden desde hace siglos sus rarezas y enigmas orientales, al punto de hacernos suponer ellos que en Wuhan los escasos enfermos de coronavirus habían resultado contagiados solo por desobedecer alguna tradición ancestral, que no al dictador gobierno de Pekín.
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Esa debió ser la razón por la que las autoridades sanitarias afirmaban entonces aquí que el virus llegado del lejano oriente no precisaba el uso de mascarillas, en vez de dar noticia cierta de la carestía de ese artilugio protector en apariencia simple e inocente, cuyo mercadeo infame de sus fabricantes, China en cabeza, fue premiado con las más altas cuotas de cotización en la bolsa de valores.
El negocio del enmascaramiento universal ha tocado fondo: esa prenda antiséptica que hace nueve meses se compraba a 5 euros, cotiza en el mercado farmacéutico español esta semana a 0,94, porque el Gobierno desnortado y mentiroso ha decidido al fin decir la verdad y rebajar el IVA de lujo aplicado a esa tela con gomas que nos protege de un virus asesino. Las farmacias han reducido el precio de la mascarilla por la misma ley e idéntica proporción con las que los mercados bursátiles premiaron el valor de las acciones de las empresas que anuncian próxima la primera vacuna de la covid-19. Puestos a buscar símbolos de esta nueva tribulación universal, tan cruel según algunos apocalípticos como la peste negra que consagró la máscara con pico de cuervo, se ha de premiar a la humilde mascarilla moderna, y no el avieso perfil de una jeringa de laboratorio. Pasarán a la historia las escenas dramáticas y cómicas de los políticos atrincherados tras esa funda bucal, adobada de banderas, escudos y grafitis coloristas con la intención de identificar al enmascarado que todos llevamos dentro.
La prenda mejor valorada y más usada hoy en el mundo entero ya forma parte del espectáculo en los desfiles de moda, impone su ley en el comercio y cualidad de cosméticos usados para el maquillaje, inspira a los autores teatrales escenas con protagonistas y público enmascarados, abre espacios nuevo a la creación literaria y su éxito amenaza con retirar la exclusividad de su uso a los ladrones, tradicionales beneficiarios del invento, y a personajes cinematográficos tan célebres como 'El Barón Negro', el asaltante de diligencias que robó una gran cantidad de dinero a la Wells Fargo gracias al anonimato protegido por una máscara en tiempos del western. El colorido de las mascarillas más populares ha sobrepasado toda la gama del arcoíris y su diversidad de siluetas gana a los más atrevidos diseños de un carnaval veneciano. Todo sea por el alborozo y el arte en estos días de soledad y silencio impuestos por el confinamiento.
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«Formará parte de nuestro atuendo indumentario durante uno o dos años, aunque nadie sea capaz de explicar con claridad las ventajas o inconvenientes de usar la de color blanco o azul»
La grandeza y popularidad de la mascarilla naufragan cuando el virus asesino al que pretende vencer sufre una metamorfosis y se instala en el cerebro, en forma de acelerador del odio e irresponsabilidad de quienes culpan de la pandemia a una conspiración gubernamental o a algún misterioso sindicato, para negarse al uso de ella. Ahí, en ese lugar profundo del alma humana, como decía el poeta latino Lucrecio, es donde se esconde detrás de la máscara la mayor maldad del ser humano: el fanatismo.
Hay otras secuelas del esplendor mundial que la mascarilla logró en China desde los primeros meses de la pandemia. Con el sigilo que practica desde su fortaleza inexpugnable, el gobierno de Pekín puso en marcha el motor de su ambición para alcanza el poder global, valiéndose de un plan de invasión diplomática y comercial a escala planetaria que se expande con gran éxito por los espacios más pobres del mundo. Su control político y económico de la Organización Mundial de la Salud, asegurado por la lealtad de medio centenar de países africanos y asiáticos cuyas poblaciones se benefician de la gratuidad de medicinas y mascarillas servidas desde China, se afianza ahora en los países más pobres del Caribe.
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Esas iniciativas son parte de un impulso silencioso del gobierno chino para expandir su presencia e influencia en esa región a través de subvenciones e inversiones de empresas chinas. Jamaica, Cuba, Haití, Surinam, Venezuela y otros países caribeños se benefician ya de esa oleada de préstamos invertidos en proyectos de minería, agricultura, turismo y petróleo. China intuye la importancia estratégica de ese espacio cercano a Estados Unidos y surtirá de vacunas contra el coronavirus, por valor de mil millones de dólares, a esos países que podrían votar pronto en la ONU contra el reconocimiento internacional de Taiwán.
Así es la nueva diplomacia china de la mascarilla, prenda aparentemente ingenua que es ya reflejo cotidiano al salir de casa y formará parte de nuestro atuendo indumentario durante uno o dos años, aunque nadie sea capaz de explicar con claridad las ventajas o inconvenientes de usar la de color blanco o azul, otro sermón inútil que ni hace falta con tal de llevarla puesta. Como el blanquísimo pañuelo moquero que cada mañana metía en mi bolsillo mi abuela cuando me llevaba a la escuela. Que así sea hasta que Dios perdone nuestros pecados y nos conceda la sacrosanta vacuna.
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