Simplismos de todo a cien
La carta del director ·
«Es injusto, inútil, nada provechoso, cargar sobre las grandes comercializadoras toda la responsabilidad»«Nuestra principal demanda», explicaba el miércoles Ivana Martínez, secretaria general de la COAG de Madrid, «es un precio justo para los productos agroalimentarios. Que ... valgan lo que tengan que valer y no lo que marcan las grandes cadenas de distribución y alimentación, que son las que se llevan siempre el valor añadido». Se expresaba así durante la manifestación convocada en la capital a las puertas del Ministerio de Agricultura. Al responsable de la cartera en el gabinete de Pedro Sánchez, Luis Planas, le ha estallado un problema, el de la sostenibilidad estructural del sector agroganadero, que lejos de solucionarse como sugieren algunos líderes agrarios, o sea, echando la culpa a las cadenas de distribución, viene causado desde hace muchas décadas por un montón de factores y condicionantes de todo tipo, incluidas las propias reformas agrarias y programas y políticas europeos. No es solo, aunque también, por el aumento del SMI (Salario Mínimo Interprofesional) en casi un 30% desde hace un año. Esta crisis no afecta de la misma manera a todas las explotaciones, productos ni zonas geográficas. Ni es culpa, mucho menos, del margen de ganancia de las grandes o pequeñas distribuidoras.
Ese es, de hecho, el primer detalle que debe tener en cuenta cualquiera que quiera hacer demagogia con lo de 'un ciudadano paga el tomate a 5 y a 6 euros y a nosotros nos lo compran a 10 céntimos'. No todos los consumidores compran tomates en grandes cadenas de supermercados, algunos solo los compran como parte de comidas ya preparadas o transformados en distintas gamas de productos. Hasta los hay que prefieren acercarse al pequeño comerciante de proximidad. Irónicamente, y a pesar de que quienes optan por esto último suelen pagar más de lo que pagarían en un hipermercado, en ese caso nadie discute el margen de beneficio de la tienda. La complejidad del problema es de tal envergadura que ruboriza el simplismo con que se aborda desde algunas instancias políticas, sectoriales y sindicales.
Hoy decir «los agricultores» o «el campo» es decir poco o nada. Hay sectores con ayudas y sin ellas. Hay sectores con más necesidad de jornaleros que otros. Hay productos fuertemente internacionalizados, tanto por las exportaciones –España exporta el 80% de su producción de frutas y hortalizas y solo el 7% llega a los lineales del supermercado– como por las importaciones. Otros están muy sujetos a procesos de transformación y nunca llegan del campo a la mesa… Por no hablar del ganadero, que está acuciado por los estudios de salud de la OMS, por el movimiento vegano, por animalistas, por quienes le acusan del cambio climático… Ni una alegría. Nadie plantea, siquiera, cuánto cobra un criador por el kilo de lechazo y cuánto paga un comensal en el restaurante por un cuarto en una bandeja de barro. Junto a ello, existe una gran asimetría en la evolución, dentro de un entorno globalizado y ultracompetitivo, de los distintos agentes que intervienen en la cadena alimentaria.
En paralelo a una agroganadería víctima de muchos males, incluidos los causados por sus atávicos inmovilismos, el mercado del transporte, la distribución y la comercialización han experimentado fuertes cambios e innovaciones en términos de eficiencia y productividad. Las soluciones deberían abordarse como algo más que un problema de esquema de costes. El deseo de que los productos agroalimentarios «valgan lo que tengan que valer y no lo que marcan las grandes cadenas de distribución y alimentación» es legítimo, pero impracticable. Al menos por decreto. O por el artículo 33. Y, por supuesto, es un misil en la línea de flotación de los derechos fundamentales de los consumidores. Las grandes cadenas y las pequeñas están sometidas a regulaciones y deben proteger también miles de empleos de muchas amenazas del mercado libre.
Así que es injusto, inútil, nada provechoso, cargar sobre las grandes comercializadoras toda la responsabilidad. Ellas no suben los precios del combustible ni de los insumos ni de los salarios, los seguros o la maquinaria agrícola. Tampoco imponen aranceles ni aprueban ayudas desacopladas de la producción, por ejemplo. Por lo que, en este caso como en tantos otros, los agricultores –una mayoría de ellos auténticos héroes protectores de nuestro entorno rural, los que se pelean de verdad a diario contra los terribles efectos de la despoblación– merecerían que sus problemas se abordaran desde la sensatez, la cooperación y el realismo, con una conciencia clara de la creciente globalidad con que se manifiestan los problemas de fondo en cualquier mercado. No con banderitas, falacias ni simplismos del todo a cien.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión