Simpatía por los seminceros
Seminci es una excusa fantástica para que Valladolid luzca sus mejores galas
La primera vez que fui al cine me tocó el Rex, que era una sala que había al final del Paseo de Zorrilla, que por entonces también era el final del mundo. Más adelante solo había un matadero, un torreón –que yo creía castillo, pero después supe que era un fielato– y el bar de Cardeñosa, que para mí era como el bar de Maradona. El cine lo cerraron en el 86 y, en su lugar, pusieron una tienda de muebles que, más tarde, se convirtió en una perfumería que seguía guardando el proyector del cine, supongo que como homenaje. Y ahora no sé qué es, puede que un salón de apuestas o, mejor aún, un salón de manicura, para no variar. En cualquier caso, la película en cuestión era 'E.T.' y yo debía tener cuatro años. Me llevaron mis hermanas y jamás olvidaré aquella tarde porque fue, sin duda, la peor de mi vida. Y, al contrario de lo que pueda parecer, tocar fondo a los cuatro años tiene sus ventajas: sabes que la vida ya solo puede ir a mejor y el mundo se convierte, de golpe, en un lugar luminoso y esperanzador, un espacio sin extraterrestres ni gente fumando entre las tinieblas. Porque, por entonces, se fumaba en los cines. Ahora que lo pienso, quizá venga de ahí lo de llamarlo Rex. Y fumar no era lo peor que se hacía por allí en los ochenta. En cualquier caso, como decía, aprendí ese día que para seguir avanzando en la vida solo tenía que dejarme llevar por mi instinto y evitar las salas oscuras llenas de gente, ya pusieran dentro películas o cubatas. Ese es buen consejo, como norma general y sin entrar en detalles. Pero mucho mejor aún si las películas tratan sobre extraños seres parecidos a la deposición de un dogo argentino.
Ese día aprendí a odiar el cine. Yo intuía que a mí no se me había perdido nada ahí dentro, que se estaba mejor en la calle y todavía mucho mejor en casa, que, por otra parte, es donde hay que estar. Como decía Pascal, la mayor parte de los problemas del mundo vienen de no saber quedarse quieto en la habitación, por esa maldita necesidad de hacer cosas, cosas interesantes, cosas divertidas. ¡Qué manía con las cosas divertidas! Con lo bien que se está tumbado, sin hacer nada, sin leer, sin poner la tele, sin ver el móvil, sin ni siquiera pensar. Mi gata y yo somos plusmarquistas de la cosa. En cualquier caso, por supuesto, a mí también me tocaba ir al cine de vez en cuando. Pero sin demasiado interés. El Roxy, el Lope de Vega, Coca, Vistarama, el Groucho y otros en los que no recuerdo haber llegado a entrar como La Rubia, Avenida, Goya o Embajadores. En un mundo sin demasiadas diversiones, el cine era una salida natural.
Pero nunca fue lo mío. El problema es que no me interesan las historias que me cuentan, no soy capaz de mantener la atención en algo que no me importa y no puedo fingir interés. No quiero saber qué pasa, mi grado de curiosidad por las vidas ajenas es nulo y además no suelo ser capaz de seguir las tramas con la rapidez que requiere el cine. Yo estoy acostumbrado a leer, a parar, a ir para atrás, a avanzar a un ritmo muchísimo más lento que el audiovisual. Y la verdad es que nunca he sabido cómo hace la gente para aprenderse los nombres de los personajes con esa facilidad. «Dice Tom que Jimmy jamás podrá volver a ver a Margaret mientras Olivia no se libere de Jack». Y me van a disculpar, pero yo ahí ya me he perdido. Necesito tomar notas, ir con apuntes, con mapas, con un catedrático de Clásicas o, al menos, poder preguntar al de al lado: «Oiga, ¿me puede decir usted quién era Jack? ¿Y qué le ha hecho a esa tal Olivia?». Y como eso es imposible, opto por desconectar y me quedo viendo paisajes, escuchando la música y, si todo sale bien, durmiendo a pierna suelta. El otro día, en el cine de Vallsur, en una de esas butacas que son más grandes que mi cocina, me acurruqué bajo el aire acondicionado hasta que mi hija se enfadó conmigo: «Papá, mal está que te duermas, pero, por favor, por lo menos no ronques, que me da vergüenza». Se enfadan por todo, de verdad.
Se acaban las terracitas, las tardes se hacen cortas y óptimamente llueve. Un sueño
Por supuesto nunca he visto un solo minuto de Seminci. Aunque estoy muy a favor de que exista. Seminci es una excusa fantástica para que Valladolid luzca sus mejores galas. En ningún momento del año la ciudad está tan bonita ni resulta tan interesante. Hay un aire otoñal, serio, como si de repente nos hubiéramos convertido todos en extras de 'Jules et Jim' y el taxista fuera Truffaut. Se acaban las terracitas, las tardes se hacen cortas y óptimamente llueve. Un sueño. Y encima es una oportunidad para que el vecino, ese que no ha leído más de diez páginas en toda su vida, saque la gabardina, se ponga esas curiosas gafitas para la presbicia y pasee 'Cahiers du Cinema' por la calle Platerías, sintiéndose Alain Delon y hablando como todo un hombre de la Cultura. Me fascina el outfit del semincero, el gabán, la boina, el paraguas y los jerséis de cuello alto. Y ese café cortado a la entrada de la película de un niño sin derechos en la España postfranquista; o la caña comentando el desarraigo de la segunda generación de tunecinos emigrantes; o el vino para compartir impresiones sobre un bailarín agraviado por homosexual o la complicada maternidad búlgara; quizá una Coca-Cola para reflexionar sobre el niño árabe que cruza el Mediterráneo para acabar siendo un marginado en Bélgica, sobre el desencanto de la juventud rumana o sobre la pobreza oculta en los arrabales de Lisboa. Y luego elogiar las espigas de oro a Ken Loach, que no sé cuántas le habrán dado, pero hubo años en los no presentaba nada y se la daban igual, como reconocimiento a su carrera.
Durante una época estaba muy orgulloso de no querer saber nada del cine. Pero, desde la pandemia, me ha empezado a resultar incómodo. Sigue sin interesarme, es cierto, pero ahora me da un poco de vergüenza admitirlo. Pero lo que siento fundamentalmente es envidia. Yo hablo con Rafa Vega, o con Garci o con todos los amigos que saben de esto y me puedo tirar horas escuchándolos, fingiendo que sé quién es Kim Novak o incluso hablando con ellos de curiosos planos secuencia o dando claves sobre el cine de 'paleto lento'. Pero, por dentro, solo le pido a Dios un poco de interés por las vidas ajenas, un tutor que me eduque en el séptimo arte o, en su defecto, un buen insomnio que me permita permanecer despierto para ver si Olivia se libra de una vez de Jack, mientras me pregunto quién narices me mandaría a mí ir aquel día a ver 'E. T.'.
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