Juan Marín
Óxidos y Vallisoletanías

Señoras con paraguas

Que llueva, que truene, que se caiga el cielo: la Donna Pucelensis siempre tendrá preferencia de paso

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 31 de octubre 2025, 07:05

Veía ayer una serie documental acerca de la historia de la especie humana que ha realizado la BBC y que, por cierto, me ha parecido ... fantástica. En ella trasladan la existencia del 'homo floresiensis', una especie de homínido de no más de un metro de altura que llega a Indonesia unas decenas de miles de años antes de que lo hicieran nuestros ancestros, lo que abre la puerta a que hubiera migraciones desde África al sudeste asiático mucho antes de lo que pensábamos. Y, sobre todo, se demuestra que estas migraciones fueron llevadas a cabo por otras líneas genealógicas diferentes a la nuestra. Según los antropólogos, esto abre la puerta a que hoy en día aún haya homínidos ocultos y sin identificar en aquellas selvas. Hablamos de homínidos que no son sapiens, es decir, de homínidos que nada tienen que ver con nosotros, que es un concepto que cuesta comprender. A no ser que seas de Valladolid, por supuesto. Aquí se ha dado una mutación genética propia, una peculiaridad evolutiva formada por mujeres de una edad concreta cuyo ADN muestra unas características diferentes a las de otros lugares del planeta.

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Se trata de las mujeres con paraguas, unas señoras que te puedes encontrar los días de lluvia por cualquier lugar de la ciudad, pero que abundan por el centro, en concreto por la calle Claudio Moyano o por María de Molina, por citar dos ejemplos. No es que te desprecien, algo que, de algún modo, es común a todas las mujeres de Valladolid. Es que ni siquiera perciben tu existencia. Tienen un punto de enfoque diferente, una especie de visión túnel que desdibuja todo lo que haya a su alrededor si ello no coincide con su objetivo, con su plan, que puede ser cruzar, subirse a un bus o coger un jersey de un montón. Cualquier cosa. Y da igual, porque ellas tienen una misión y todos los que compartimos con ellas el continuo espacio-tiempo somos meras anécdotas. Te pisan, te avasallan, son capaces incluso de atravesarte, que el otro día a una le tuve que recordar el principio de impenetrabilidad de los cuerpos. «A ver, señora, que donde hay un cuerpo no puede haber otro a la vez. Al menos que esta conversación esté teniendo lugar en el universo cuántico, que no tiene pinta». Pero es que no te ven. Su nivel de concentración es tal que ni siquiera te oyen.

De alguna manera los de Valladolid hemos crecido con esa sensación de invisibilidad y la sabemos manejar de modo natural, sin traumas. De hecho, llegamos a pensar que eso es lo normal hasta que salimos de esa bendita ciudad para intentar ligar y constatamos, con asombro, que las mujeres de otros lugares no te insultan. Ni siquiera parecen despreciarte. Y, claro, ligar fuera de Pucela empieza a parecer algo como cazar en un zoo. En cualquier caso, yo no quería hablar de eso sino poner de manifiesto nuestra absoluta adaptación al medio, como la oveja churra. Y, por ello, puedo aceptar que me desprecien, pero me cuesta aceptar que no me vean. Hasta para el desprecio hace falta aceptar un tipo de reunión, un reconocimiento del otro, una aceptación de la alteridad. Son escalones: «te miro y te desprecio». Vale. He ahí una causa-efecto. Pero «te desprecio tanto que ni siquiera percibo que existas» es algo que me parece una genialidad evolutiva, un desprecio previo, universal y holístico. Cuando las veo venir hacia mí en los semáforos me siento aterrado y tiendo a quedarme quieto y a levantar las manos, como los de baloncesto, para que el agente-árbitro pite falta en ataque y me libere de culpa.

Pero estos días de lluvia, la cosa se dispara. Hay una ley no escrita que dice que si llevas paraguas has de intentar dejar libre la zona de la calle más cercana a los edificios para que los pobres idiotas que se están calando y que vienen de frente puedan resguardarse de las precipitaciones lentas caminando bajo las cornisas tristes de los edificios muertos. Lo digo en tono poético, a ver si así doy un poco de lástima y soy capaz de teñir mi idiocia de una pizca de romanticismo peliculero. Ahora que estamos en Seminci me gustaría caminar con música de Thomas Newman, o de Morricone, o de Hans Zimmer, para acentuar el sentimiento de pérdida. Pero es inútil. La señora con paraguas de Valladolid es un ser mitológico. Qué digo, es mucho más que eso, es un ser legendario, como el 'homo floresiensis'. Es la 'Donna Pucelensis', una criatura extraordinaria que no te ve, que te atraviesa si es necesario y que, con un paraguas en la mano es capaz de meterte las varillas por los ojos, de partirte el bastón en el lomo y de abrir y cerrar la cubierta calada en tu cara, varias veces. Sin ni siquiera verte.

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Ante esto solo caben dos opciones. La primera es emigrar, como las cigüeñas. La he descartado y opto por la segunda, que es entender mi lugar en la cadena evolutiva y aceptar que no tengo nada que hacer. Que la 'Donna Pucelensis' es superior, que camina por la calle Teresa Gil como la leona por la sabana, con esa capacidad apabullante para dominar el terreno con una sola mirada y mandar a los individuos más débiles al centro de la calle, jugándose la vida junto a los camiones, siendo salpicado por las furgonetas y mojándose como una merluza con anisakis para que ella, reina del asfalto, diosa de la acera, emperatriz del universo cuántico camine recta, libre y sin resistencia por la estepa castellana, otrora seca y árida y hoy fértil y húmeda como la ribera del Ganges. Por allí donde pasean crecen madreselvas, porque ellas caminan medio metro por encima del suelo, se deslizan por la historia y por sus márgenes y nos permiten, con su generosidad, compartir oxígeno, nitrógeno y coordenadas. Porque ellas no se mojan: se bendicen. Y nosotros, pobres mortales, chapoteamos a su paso como anfibios devotos, a punto de dar el paso evolutivo hacia el reptil y muy lejos aún del sueño mamífero.

Y aun así, cuando las veo alejarse, con su paraguas golpeando a la lluvia y a los ciudadanos como un metrónomo, no puedo evitar sentir algo parecido al amor. O al menos a la rendición. Que llueva, que truene, que se caiga el cielo: la Donna Pucelensis siempre tendrá preferencia de paso. Y yo, mientras tanto, seguiré esquivando paraguas por María de Molina, con la esperanza absurda de que algún día una de ellas me vea. Solo un segundo. Y luego ya, que me desprecie, si quiere.

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