La tristeza es una experiencia universal, una suerte de congoja que nos acompaña de principio a fin. Todos sin excepción vivimos bajo la amenaza de ... la soledad, el vacío, la decepción y la pérdida. No hay escapatoria. Es nuestra compañía más natural e irremplazable. Pero lo más triste de todo es concebir esa tristeza como el efecto neuroquímico de una enfermedad llamada depresión. Desconocemos qué bajeza de ánimo o que vulgaridad insustancial han logrado que según avanzan nuestros conocimientos técnicos retroceda nuestra concepción emocional de la vida. Las interpretaciones antiguas de la melancolía resplandecen cada vez más ricas y atrayentes comparadas con esta explicación lacónica de la tristeza que nos remite a la circulación de los neurotransmisores entre dendritas, axones, sinapsis y neuronas.
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Por ejemplo, es admirable la consideración de la melancolía como el mal atribuido a Saturno. Prefiero con creces esa alegoría pagana que la explicación alicorta que la psiquiatría moderna nos proporciona. Basta recordar que Saturno es el planeta más lejano, frío y lento del sistema solar, mientras que el sujeto triste, hoy llamado depresivo, sufre de frialdad afectiva, lentitud de movimientos y lejanía. La tristeza no es nada más, y nada menos, que ese apagamiento antipático del deseo que nos saturniza y nos deja distantes, fríos y quietos.
También sabemos por propia experiencia que el triste es con frecuencia una persona cultivada, creativa y narcisista, porque la tristeza es fuente de dualidades y antagonismos inesperados e inauditos. Oscila entre los extremos candentes y frígidos de la esterilidad y la creatividad. Saturno nos lo demuestra recordando que, por su lejanía orbital, el melancólico no sólo es un personaje maléfico sino alguien que está más cerca de dios y de los cielos, lo que le hace más proclive a la perfección, la especulación y la espiritualidad.
Y si pensamos en la apatía y falta de apetito que atormentan al depresivo, cabe recordar y traer a colación la saciedad canibalesca de Saturno, que se ha comido a sus hijos y está ahíto de por vida sin poder llevarse a la boca nada más. Saturno, como buen melancólico, ha ahogado su futuro, pero por añadidura, cuando intenta refugiarse en el nostálgico pasado, sólo encuentra a un padre al que ha castrado y destronado y del que espera una implacable venganza. Encerrado en un famélico presente, Saturno nos recuerda que el melancólico no siente discurrir el tiempo y pasa las horas muertas sin ocupación ni provecho. Como si conviviera con un muerto, quizá él mismo, al que no consigue enterrar ni en su nombre celebrar un funeral.
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Visto lo visto, es difícil no dar la razón a cuantos se quejan de que al avance técnico de los modernos apenas ha añadido un mínimo progreso moral. Los grandes problemas de la vida no se resuelven con la robótica o el 5G. Son más obscenos.
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