Coleman Hill, mi colega americano de Newark, no se sorprende de la frecuencia con que sus alumnos le inquieren sobre la culpa. A su juicio ... es un tema inquietante cuya presencia universal sacude la curiosidad de todos.
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Mi amigo tiene claro el origen de la culpa. Defiende su pertenencia a ese tipo de consideraciones oscuras que sólo admiten un fundamento mitológico. Si uno recurre por ejemplo a la explicación bíblica, imagina a nuestros primeros padres expulsados del Paraíso por pecar durante las primeras horas del Mundo. Gracias a esta alegoría se entiende que en lo sucesivo cualquier persona tenga que cargar con la condena de la culpa y los esfuerzos correlativos del deseo. A este tipo de explicaciones no hay que pedirles mucho más. Se conforman con el argumento del misterio y asumen las aporías imposibles que enseguida acuden como abejas a la miel del pensamiento. Pues a poco que se razone, si tan atractivo era el Edén ¿qué echaban de menos?, ¿cómo se desea en el cielo?, ¿qué más podían querer?
Coleman entiende que esas mismas incongruencias originales se pueden trasladar al ámbito laico. Siendo así que la mayor parte de los deseos, amén de eróticos, son también competitivos y violentos, no es de extrañar que la culpa aflore en nuestra conciencia y encienda en el interior la necesidad de reparar algo destruido o se estremezca ante la venganza que cree merecer. El deseo está tan enraizado en el amor y el odio, que no le concebimos sin moral ni prohibición. Son su alimento. Sin transgresión el deseo languidece y se apaga. Muere sin su vitamina de perversión. Y sin resistencia el placer no encuentra satisfacción, pues nada hay más erótico que la continencia y la castidad. Están muy por encima de cualquier excitación directa. La Iglesia, en este sentido, es la gran discípula de Eros.
Por otra parte, siempre tenemos que resarcir, con la moneda de la culpa, la deuda que hemos contraído con nuestros padres y, a través de ellos, con la sociedad. Somos deudores por habernos protegido, alimentado y sacado adelante, aunque lo hayan hecho sin consentimiento informado y pensando en ellos mismos mucho más que en sus descendientes. No hay que llamarse a engaño con los buenos sentimientos o la generosidad. La paternidad o la maternidad son formas de egoísmo evidente. No hay altruismo ni magnanimidad en el hecho de traer hijos al mundo. Para unos se convierte en una necesidad y para otros en un requisito imprescindible para seguir vivos.
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Somos rehenes de los padres y deudores vitalicios de ese banco central de los sentimientos que es la familia. La culpa no es nada más que el testimonio de esa cuota diaria con que respondemos a nuestros acreedores paternos. Al menos así han funcionado los hechos en una economía de trueque y préstamos, pues desconocemos lo que haya de suceder tras la experiencia del neoliberalismo desregulado y carroñero.
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