A punta de pistola
«No se debe dar pábulo a la violencia en lugar tan sagrado, ni siquiera a modo de metáfora»
El Gran diccionario general Vox recoge la expresión «a punta de» como una locución cuyo significado indica la forma de violencia mediante el arma que ... se expresa: un atraco a punta de pistola, una agresión a punta de navaja, etc. La generosidad de Vox, (Editores de diccionarios escolares desde 1945) choca con la restricción de la Real Academia de la Lengua, que sólo le concede a la lanza el honor de completar esa expresión de embestida armada. En esto del idioma hay que ser tan precavido como con las armas, norma de convivencia contra la cual los señores diputados, embravecidos quizás por el desorden provocado en su obsesivo empeño de sacarle beneficio político a la pandemia, se han lanzado a emplear una oratoria de berrea parlamentaria desmedida.
Se escucha cada día en las sesiones encendidas del Congreso y la Asamblea un palabreo chulesco a veces insultante, adobado con invectiva escasa y un recurso linguístico de léxico soez, para tronar más fuerte y amedrantar al adversario. Se diría que los oradores de mayor poder, gentes en general de buena educación, cuentan con un equipo de experimentados filólogos en la rebotica de su partido, capaces de acallar al enemigo a punta de improperios rebuscados y ocurrencias vanas. De tal forma, sus señorías no tienen la obligación de centrar el debate en asuntos sesudos de interés general, con argumentos bien documentados acerca de los problemas que padecen la nación y ciudadanía. Basta que un par de expresiones disonantes o insultos de taberna incendien el hemiciclo para salir su autor retratado en el telediario y en las redes insociales, soslayando luego la discusión acerca de los remedios frente a la pandemia, la crisis económica, la indigencia de los parados o la quiebra de las instituciones, entre otras menudencias de actualidad.
Nunca había llegado a ese límite de banalidad y miseria verbal el debate en la sede venerable de la soberanía nacional, echando en el olvido el arte de la oratoria parlamentaria, desvanecida en esta época de flojera intelectual, ignorancia bochornoso y obsceno descaro. El insulto seco, la chanza del pazguato y la escena cómica del diputado engreído provocan en el hemiciclo un peloteo de imprecaciones de laboratorio que convierten el discurso político en una cháchara de chismorreo vergonzoso.
He aquí, como ejemplo, el dicterio empleado en la Asamblea de Madrid para condenar las medidas restrictivas de movilidad de los ciudadanos que el Gobierno de la nación aplica con el fin de disminuir los contagios del coronavirus: «los madrileños han sido confinados a punta de pistola». No se debe dar pábulo a la violencia en lugar tan sagrado, ni siquiera a modo de metáfora. Esa frase, banal en apariencia, recuerda aquella brutal advertencia consumada de Ángel Galarza, que no consta en el Diario de sesiones por considerar el presidente del Congreso Martínez Barrio la ilegitimidad de la amenaza del socialista al diputado monárquico José Calvo Sotelo: «Pensando en su Señoría encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida». En tiempos de mucho delirio, no hay que tener la piel fina y sí el oído atento para atisbar el peligro cuando alguien en el recinto de la democracia, el respeto y la concordia saca a relucir las armas, aunque tengan ellas licencia literaria.
Hubo un tiempo romántico en que el reto de palabra en el Congreso se sustituía por un duelo a pistola entre los más vehementes diputados. El oficiante principal de este rito del duelo político dirimido a espada o pistola fue el republicano Rodrigo Soriano: tres veces retó a sus adversarios monárquicos «por injuriar a la República» y una, muy celebrada, al escritor y correligionario Blasco Ibáñez, muy devoto también de resolver los litigios políticos o de honor a pistoletazos.
Ha pasado más de un siglo desde las bravuconadas de aquellas fogosas señorías y no parece que el talante de las actuales dé para tales desventuras. Sin embargo, el estilo del debate parlamentario atraviesa hoy varios desiertos: la falta de elocuencia para reforzar el mensaje, la ausencia de ironía que evita la burla, la ambición desmedida por seducir al electorado a cualquier precio y la rebaja del lenguaje hasta alcanzar la algarabía de un griterío callejero. A pesar de que la mayoría de ellos no se atreven a salir de la superficie blanca del papel que leen, se hecha de menos en la controversia entre políticos el respeto a la palabra, la finura del idioma y la audacia de la improvisación. Esas virtudes del buen parlamentarismo siguen vigentes en los países democráticos, como reclamo de votos y de credibilidad. La 'rafinatezza' fascinante que fluye a veces en la Asamblea de la República italiana, el exquisito respeto mutuo de los parlamentarios alemanes en el Bundestag, el cultivo de la respuesta improvisada en la Cámara de los Comunes británica, el sentido de la fórmula mil veces reiterada por los oradores en el Congreso de Washington y el alto grado de calidad retórica en la Asamblea francesa son algunas disparidades que no permitirían los excesos verbales tan frecuentes en el hogar de nuestra democracia, el Congreso de la Carrera de San Jerónimo.
La oratoria forma parte de la credibilidad política y el arma de la palabra no la carga el diablo, sino la inteligencia y sagacidad del buen orador. En uno de sus poemas más celebrados, León Felipe dejó dicho que, tras la Guerra incivil, el dictador Franco se quedó con el caballo y la pistola, pero los republicanos exiliados se llevaron la palabra y la canción.
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