El precio de la vida
Dentro de poco tendremos que tomar decisiones muy graves, que se relacionan con el precio que atribuimos a la vida humana
El dilema que se ha planteado una parte de la clase política dirigente es inconfesable: no se enuncia pero subyace en el debate sobre las ... medidas que hay/habría que adoptar para contener el actual ascenso de la pandemia del coronavirus, hoy absolutamente fuera de control, y retroceder a situaciones más manejables. La preocupación es general: todos somos conscientes de que cuanto más afectemos a la actividad económica en la tarea de reducir a toda costa el chorro intolerable de fallecimientos diarios, cercano a las doscientas personas, más profundamente hundiremos nuestra economía. Todos sabemos asimismo que el reto consiste en conseguir el prodigio de conciliar ambos objetivos: detener la epidemia y no deteriorar más la economía sino al contrario. Aunque todos sabemos que eso es imposible. Lo sugieren las caras atribuladas de quienes nos explican la realidad de lo que acontece.
Veamos el más evidente caso particular: el nuevo estado de alarma de quince días que ha declarado el gobierno, prorrogable seis meses, lleva implícito un cese de actividad -un toque de queda- entre las 23:00 horas y las 6:00 horas, pudiendo cada comunidad atrasar o adelantar una hora ambos límites, el superior y el inferior. Es muy evidente que la medida, por sí sola, no parece muy eficaz, no va a suponer un cambio radical y profundo en los hábitos de la inmensa mayoría de los ciudadanos. pero es todavía más claro que no significa lo mismo iniciar esta situación a las diez de la noche (o a las nueve, como se ha hecho en Francia) que a las doce. En el primer caso, sí se desbarata en buena medida la vida social nocturna -la cena gregaria y la copa posterior- en tanto en el segundo la medida no tiene efectos relevantes, salvo el cierre de discotecas y lugares de ocio nocturno, que entre semana no representa una movilización significativa. Los botellones, por definición ilegales, no dependen del ordenamiento sino de las medidas de control y sanción que se establezcan policialmente.
La Comunidad de Madrid, además de intentar utilizar la pandemia para potenciar la imagen de sus dirigentes (es algo muy notorio), mantiene que es necesario compatibilizar las medias sanitarias con el salvamento de la economía, de forma que no nos salvemos del virus muriéndonos de hambre después. Por eso ha dispuesto el principio del toque de queda a las 24. Pues bien, en estas circunstancias, ya puede asegurarse que el éxito de la medida será perfectamente descriptible: nulo o casi nulo. Máxime cuando obstinadamente se rechaza potenciar la asistencia primaria e incrementar significativamente el número de rastreadores.
En Madrid, según datos recientemente publicados, hay un rastreador por cada 7.800 habitantes, mientras en la Rioja hay uno por cada 2.800; en la Comunidad Valenciana, uno por cada 3.100; en Cataluña, uno por cada 4.800. Es cierto que el rastreo es prácticamente imposible en situaciones graves como la actual, cuando más del 35% de los infectados no sabe identificar el origen del contagio, pero parece evidente que si ahora se disponen los medios adecuados, podremos conseguir que una vez dominado el actual segundo episodio, estaremos en mejores condiciones para prevenir el tercero.
Dentro de poco tendremos que tomar decisiones muy graves, que se relacionan con el precio que atribuimos a la vida humana. Si, como parece, el toque de queda no resuelve le problema, ¿estamos dispuestos a acudir de nuevo al confinamiento puro y duro, a la paralización de la actividad económica, salvo el mantenimiento de los servicios fundamentales? Ello supondría un tremendo quebranto para el país, algo inimaginablemente grave, pero quizá no haya otra solución si queremos detener, como es nuestra obligación, el reguero de muertes.
La opción contraria, que ha pretendido el mundo anglosajón y que ha debido rectificar por los efectos catastróficos que tenía, era buscar la inmunidad de rebaño, que pasa por permitir el contagio de un porcentaje significativo de la comunidad (con las víctimas mortales que ello provocaría), hasta que el conjunto de la población superviviente quede inmunizado. Este efecto fue el que puso fin a la gripe española en 1918-1920. La masacre previa fue de tal calibre que no puede ser de ningún modo sugerida hoy.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión