La pansemia
«La solidez de algunos vocablos, que creímos indestructibles y categóricos, se han oscurecido de tal modo que ya no sirven ni para identificar las diferencias más nimias e intrascendentes»
Más allá de su ascendencia etimológica, las palabras tienen vida e historia propias. Además de los cambios derivados de su origen o de sus posibles ... y variables acepciones, las palabras cambian por su rango, su importancia, su estabilidad o su espesor, por citar tan solo algunos parámetros generales.
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Sucede, por ejemplo, que las palabras, cuando están muy manoseadas, acaban perdiendo precisión y no dicen nada. El uso borra los detalles y hace de ellas monedas gastadas que difuminan las efigies y eliminan el cara y cruz que define y sostiene su legítima polisemia, e incluso extravían su natural ambivalencia. Algunas, como hasta hace unas décadas lo eran los sexos, han sido de uso binario y bipolar, pues tomaban un sentido o el contrario según las circunstancias. Pero la mayoría eran de significado plural, en virtud del contexto y de la ocasión en que se emplearan. Ahora, en cambio, no es que muchas de ellas se hayan vuelto unívocas, que sería un mal menor, una especie de locura, sino que tienden a ser imprecisas y a no decir nada.
A esta degradación, no tan inesperada como creemos, pues se venía anunciando tras la plétora informativa y la multiplicación pueril de las redes sociales, se le ha llamado pansemia. Palabra cargada de malos presagios por su homofonía con la pandemia vírica que ha interrumpido nuestras vidas, deshecho nuestras rutinas y frustrado la convivencia.
Durante los últimos meses, y como si tal cosa, se ha llamado fascistas a los demócratas, republicanos a los totalitarios, laicos a los religiosos, devotos a los ateos, alborotadores a los pacíficos y piadosos a los desalmados. La solidez de algunos vocablos, que creímos indestructibles y categóricos, se han oscurecido de tal modo que ya no sirven ni para identificar las diferencias más nimias e intrascendentes.
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La generosa polisemia de las palabras, que las permitía atenerse estrictamente a la descripción o fantasear con las metáforas, se ha convertido en una pansemia hueca que no tiene significación precisa y permite a quien sea decir lo que le de la gana.
Ante tan empobrecedor acontecimiento se abren ante nosotros dos posibilidades. Una, seguir el consejo de Karl Kraus, quien con ironía desgarrada insto al que tuviera algo que decir que diera un paso al frente y callara. Y otra, no menos exacta, adoptar un lenguaje de signos que nos permita usar términos unívocos y guiarnos por la vida como si todo fuera un dispositivo numérico o un código de señales circulatorias. Presupone que, si consigo utilizar palabras que solo tengan un significado y que en ningún caso admitan su uso alegórico o metafórico, quizá no me entienda con nadie a la hora de intercambiar las cosas más sutiles de la vida, pero al menos evito el vaciamiento pansémico del lenguaje. Eludo con ello una segunda confusión de lenguas, una segunda Babel, pero me someto a oscuras consecuencias.
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