Ibarrola

Los olvidos inexplicables

«Quizá sea cierto que el lenguaje, antes que nada, es un instrumento de poder, que sin motivo especial hace notar su peso de cuando en cuando»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 11 de junio 2021, 07:58

Hay palabras que se esconden en un almacén de silencio y se defienden como gato panza arriba si queremos arrastrarlas al recuerdo. No aludo a ... las que circunstancialmente se atascan en algún recodo de la conciencia y cuesta evocarlas en ese momento, sino a esas otras, pocas pero reincidentes, que sistemáticamente parecen haber echado el freno. No es infrecuente, por ejemplo, que veamos venir de lejos una cara conocida, que en principio identificamos perfectamente, pero que al llegar a nuestra altura su nombre resiste todos nuestros esfuerzos. Nombre que, además, llega dócil a la memoria en cuanto nos separamos o, si está por hacerse el incómodo, comparece con esfuerzo pasado algo más de tiempo. Lógicamente, enseguida pensamos que para el próximo reencuentro el nombre acudirá presuroso, pero la experiencia nos demuestra que lo pensamos en vano. Unos días después se repite la situación: el nombre se resiste de nuevo y se refugia en el olvido mientras que la impotencia y el desconcierto llegan a desesperarnos.

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En principio, para explicarnos esta oposición tenaz del lenguaje, aceptamos pensar que esos nombres están mal hechos, que son muy rocosos o que están llenos de aristas que rozan con el suelo y les impide deslizarse por el entendimiento. Pero de esas cualidades materiales de las palabras tenemos poco conocimiento. Sólo los esquizofrénicos, que dan muestras de notar y sufrir el valor físico del discurso, nos dan alguna información al respecto. En cualquier caso, insuficiente para explicarnos esta renuencia de algunas palabras para circular con libertad hacia nuestro recuerdo.

También, si nos ponemos más freudianos, podemos pensar en alguna resistencia específica. Hay palabras que parecen adheridas al inconsciente del deseo y no hay fuerza que las pueda arrancar el pegamento. Están como soldadas a la oscuridad y se defienden de la luz con uñas y dientes. Sin embargo, no hay modo de encontrar el motivo que nos obliga a conservar en el anonimato a estas personas que nos encontramos. No hay ninguna pista de rechazo, incomodidad, envidia o admiración demasiado fogosa. Nos resultan neutrales por todos los lados y, sin embargo, esconden el nombre bajo el ala y no acuden con prontitud a la cita para que podamos completar el saludo y certificar nuestros buenos modales.

Cuesta explicar, igualmente, por qué nos molesta en estos casos que alguien nos ofrezca espontáneamente la palabra que no conseguimos evocar. Sentimos que nos vence, sin que por ello percibamos ningún ánimo de competir o triunfar. Quizá sea cierto que el lenguaje, antes que nada, es un instrumento de poder, que sin motivo especial hace notar su peso de cuando en cuando. Y quizá fuera el poder también quien intervino en el caso contrario de Kant cuando, amargado por su exceso de memoria, dejaba notas por la casa para acordarse de lo que le convenía olvidar.

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