La obligación de copiar
Crónica del manicomio ·
«Él no copiaba por falta de estudio, sino que, al revés, dejaba de estudiar algunas materias voluntariamente para concederse la ocasión de hacerlo. Un examen sin riesgo y trampa no le parecía una prueba justa»Hace unos días recibí una llamada desde Newark de Coleman Silk. Con voz excitada me instó a leer de inmediato un artículo que Magris titula ' ... El elogio de copiar', donde recordando su época escolar defendía la sorprendente idea de que «copiar, y más aún dejar copiar, es un deber». Estaba justamente afectado. De pronto, una recopilación de escritos, bajo el título 'Utopía y desencanto', le revelaba en la página 319 la razón de ser de algunos pormenores de su vida que nunca había sabido explicar. Pero ahora se sentía justificado. Nada menos que Claudio Magris, uno de sus escritores más admirados, defendía la obligación de copiar y dejarse copiar en los exámenes.
Publicidad
Coleman me contó que nunca se había presentado a un examen sin chuletas y sin la intención de piratear los textos. Un hecho que en principio no debería llamar a sorpresa, pues estaba bastante generalizado en el ambiente escolar y universitario. Sin embargo, él no copiaba por falta de estudio, sino que, al revés, dejaba de estudiar algunas materias voluntariamente para concederse la ocasión de hacerlo. Un examen sin riesgo y trampa no le parecía una prueba justa sino una ocasión desaprovechada. Este regusto por la astucia fullera, cuyas oscuras fuentes no dejaban de preocuparle, Magris se lo devolvía ahora convertido en una obligación moral y descargado generosamente de la infracción que remordía sus entrañas. Además, una conducta que siempre le había parecido inexcusable y merecedora de elogio, como era la de soplar las respuestas a los compañeros o dejarse directamente copiar, también era proyectada por Magris a las zonas más elevadas de la ética. Pese a la opinión reinante, hija del individualismo y la competitividad, compartir abiertamente el conocimiento bajo secreto y clandestinidad, para que algún condiscípulo se aproveche, le parecía una ofrenda al compañerismo y un canto de solidaridad. Magris le había quitado un gran peso de encima y Coleman me lo contaba para compartir su alegría y por si yo me encontraba en alguna circunstancia parecida. Le dije enseguida que no, y quizá lo dije demasiado deprisa, porque luego recordé mis dudas morales, en la misma época, ante otra conducta dudosa: el hurto habitual de libros. Por aquel entonces no había cámaras ni detectores en las librerías y entendíamos que el libro era un bien cultural que, a juicio de los contestatarios de turno, debía pertenecer a la comunidad y ser gratuito. Cabía 'socializarlo'. Eso sí, para salvar la conciencia y acreditar mejor nuestro hurto, nos prohibíamos robar en librerías pequeñas o de barrio, que no se beneficiaban descaradamente del denostado capitalismo. Aún con eso, y no convencido del todo, leo por mi cuenta el libro de Magris con la esperanza de encontrar, yo también, una excusa que dignifique definitivamente aquella lectura juvenil, ratera y cleptomaniaca.
3€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión