Los monstruos de la razón (y la sinrazón)
«Buena parte de los gerifaltes del nazismo estaban doctorados en las mejores universidades alemanas y no integraban ese batallón de sombras góticas, meramente brutales y abstrusas, que –a veces- se ha querido imaginar»
Hay una azarosa idea que aún perdura entre las élites educadas del ámbito europeo, según la cual «nuestra cultura» contribuiría no solo a hacernos más ... humanos, sino que –además– nos haría los mejores humanos del orbe. Y más completos o hasta superiores respecto a quienes pertenecen a otras tradiciones culturales o a las clases menos cultivadas. Sin embargo, debe distinguirse 'educación' –o instrucción– de 'cultura', entendida antropológicamente. Y considerar que, en efecto, educarse es –o debería ser– si no necesariamente 'bueno', sí muy conveniente para moverse y progresar en la vida. Pero en las culturas puede haber tanto de bueno como de malo, de conocimientos como de prejuicios, de costumbres saludables como terribles. Otra cosa será si se asume que 'cultura' es solo una Cultura con mayúsculas, la que en la historia de Occidente se ha identificado –con frecuencia– como 'alta cultura', y que esta consiste en la única que merecería ser conservada, estudiada y comprendida porque nos volvería extraordinarios en todos los sentidos. O, aceptémoslo, nos situaría por encima de los demás, de quienes se han 'humanizado' en medio de otras culturas diferentes a la nuestra o, dentro del mismo contexto, no pueden –por razones de clase y estatus económico– acceder a 'cultivarse' con el mismo grado de excelencia.
El equívoco viene de lejos, ya que se inició con el muy loable concepto griego de paideía, que mezclaba –de alguna forma– 'educación' y 'cultura'; lo que tampoco es extraño, pues aun constituyendo niveles diversos de aprendizaje a menudo coinciden o acaban por confluir. No obstante, y en estos días que se acaba de conmemorar el 75 aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, conviene que recordemos que los nazis no eran una anomalía en el decurso del etnocentrismo occidental, sino que –como estudios cada vez más numerosos han ido revelando– más bien supondrían una consecuencia de cientifismos pseudo-evolucionistas y estereotipos raciales muy pertinazmente alentados desde las propias élites. Un resultado –por más que terminara siendo abominable– de determinada manera europea de concebir la cultura y el progreso. Ya que es verdad que no existe en el fondo una gran contradicción en esas típicas secuencias cinematográficas que nos presentan a oficiales nazis tan exquisitos en lo estético como crueles. Escribió George Steiner: «¿Es posible tocar a Shubert por la noche y torturar por la mañana?». Y sí que lo fue. Porque quienes lo hacían estaban convencidos de que, obrando de ese modo, salvaguardaban la mejor de las culturas, aquella que había alcanzado un sumo rango y –por supuesto– solo podía haber sido creada por arios (los judíos –según ellos– únicamente resultarían capaces de comprarla).
Por chuscas que resultaran tales tesis vitales y académicas, buena parte de los gerifaltes del nazismo estaban doctorados en las mejores universidades alemanas y no integraban ese batallón de sombras góticas, meramente brutales y abstrusas, que –a veces– se ha querido imaginar. Creían con la fe del fanático en lo que pensaban era la 'ciencia' –su ciencia– y la 'cultura' –su cultura–. Cierto que sí que procedían –y habían acumulado un profundo resentimiento colectivo por ello– de la onerosa experiencia de la República de Weimar, a la que les conduciría la derrota de la primera guerra mundial; y que con su política agresiva se resarcían –al fin– del humillante 'corralito' de los vencidos. Pero esta herida mental no lo explica todo. Coadyuvó a potenciar, sin duda, el odio de unas masas iletradas y empobrecidas que esa minoría nada ignorante manejaría a su antojo. Porque su espantoso modelo de mundo futuro se hallaba más emparentado que con la irracionalidad romántica –que también–, con los peores ensueños de la razón ilustrada. O era fusión aberrante de las dos utopías promovidas por uno y otro movimiento: la de la tradición y la del progreso. Y hay que saberlo y rememorarlo cuando, hoy, las 'iluminaciones' de algunas de nuestras élites sobre el mañana evocan y parecen asemejarse tanto a los delirios de aquellos grupúsculos abyectos que casi llegaron a dominar el planeta.
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