¿Qué es mejor, llorar o no?
«Saber cuándo, cuánto, cómo, porqué y para qué se llora es una ambición que escapa a las capacidades humanas»
Yo fui educado, como tantos otros de mi generación, bajo el supuesto de que los hombres no lloran. Hacerlo era cosa de niñas, de mujeres, ... de criaturas débiles. Lo debí de aprender bien porque me ha costado siempre dejar correr las lágrimas. Incluso en el presente, cuando lamento haber sido educado bajo ese tipo de discriminaciones, tan androcéntricas y chatas, es difícil que rompa a llorar en privado y casi imposible que suceda en público. Al menos hasta el momento. Aunque no atribuyo esta continencia a una frialdad especial o a un exceso de control, sino a una mezcla de educación, carácter y suerte en la vida, que solo me ha castigado con las justas desgracias.
Ahora, en cambio, cuando las cosas ya son muy distintas, y los hombres sollozan como las mujeres y las mujeres como los hombres, si lo pienso me asaltan dos preguntas. La primera me sirve para cuestionar si es mejor que suceda así, que todo el mundo llore y todos por igual, o sería aún mejor que ninguno llorase o llorase lo mínimo. La segunda cuestión no es menos imprecisa que la anterior y, puesto que debemos de llorar, se interroga sobre cómo, cuándo y porqué lo hacemos.
Lo sobresaliente y cómodo de algunas preguntas estriba en que no admiten respuesta. Son preguntas condescendientes y abiertas. Saber cuándo, cuánto, cómo, porqué y para qué se llora es una ambición que escapa a las capacidades humanas. Además, no hace falta conocerlo para que podamos seguir llorando cuando a la cabeza, a los nervios o a los ojos les plazca. Las lágrimas se explican por sí mismas y desprecian los argumentos racionales. De hecho, son líquidas e irracionales o, al menos, a-racionales. No piensan en nada. Brotan si les da la gana. No piden permiso a nadie. Incluso cuando decimos de alguien que supo contener las lágrimas, en realidad queremos decir que si no lloró fue porque las lágrimas no quisieron venir a sus ojos o porque no las necesitaba. Aunque nosotros para explicarlo y defender la libre decisión intentemos anteponer nuestra voluntad a todo cuanto nos pasa.
Es cierto que, como sucede ante cualquier reacción espontánea, podemos intentar educarlas. Hay una margen de maniobra. Hay quien aprende a llorar hasta sin ganas. Y quien sabe dar un empujón a la primera gota para que escurran a borbotones por la cara. A consecuencia de este aprendizaje distinguimos precisamente entra llanto, llantinas y lloriqueos, logrando diferencias descriptivas muy sabrosas que nos ayudan a conocer el pellizco de verdad que la gente esconde por dentro.
En realidad, si la incertidumbre nos asalta en materia de lágrimas es porque en última instancia son un arma. Una artillería infantil que el niño dispara en cuanto algo se le atraganta, y que el adulto aprende a dirigir con más industria, cálculo y celo. Un arma peligrosa, por lo tanto, que apunta directamente al corazón del ciudadano.
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