La nueva costumbre de taparse la cara, impuesta por el miedo y las exigencias sanitarias, está llamada a influir más decisivamente en las conciencias que ... el aluvión de pobreza que nos amenaza.
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La forzada costumbre ha venido a superponerse, al menos en mi caso, con un cambio temporal y hasta fisiológico. Ya hacia tiempo que venía saludando por la calle a más gente extraña que a la que reconozco, acrecentando mi impresión –espero que falsa– de despiste, desinterés o amnesia creciente. Estaba preocupado porque responder a los saludos con una mezcla de indiferencia e ignorancia te aleja del trato genuino y te convierte en un espantapájaros malsano.
Pero ahora se añade algo peor. La mascarilla te tapa la boca, que es la entrada del alma, y te deja a solas con la materia. Pierdes la geografía espiritual de las personas, pues no ves los visajes y pliegues individuales con que, por el movimiento caprichoso de los labios, identificamos a todo bicho viviente. Te ves obligado a fiarlo todo al albur de la figura y los andares.
Es cierto que ahí están los ojos al descubierto para ayudarnos, y, de hecho, en pocos días los hemos empezado a ver más expresivos y reconocibles que antes, incluso más bellos en muchos casos. Pero para los ojos aún no hemos perfeccionado el programa de reconocimiento, y ni el móvil lo consigue si aplicamos el desbloqueo con la cara, condenándonos a usar el código digital o a bajar incómodamente la mascarilla para asomarnos a la pantalla.
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Ahora bien, puede que este detalle de desmascarilleo –palabra obtusa pero que llama a las puertas de la RAE–, se generalice pasado un tiempo y se convierta en un gesto de saludo. Quizá pronto nos bajaremos la mascarilla al cruzarnos con un conocido, como nuestros padres se levantaban ligeramente el ala del sombrero como señal de saludo, en especial si la deferencia se dirigía a una dama. ¡Por qué no creerlo! Ahora que hacemos gala de ignorar los cambios sociales que han de venir, puede que este –quizá no menor–, sea uno de ellos. Un tironcito hacia abajo de la goma, acompañado de una emergente sonrisa, puede ayudarnos a llevar con salud este distanciamiento condescendiente que nos han recomendado.
Digo que este cambio no es menor, porque el reconocimiento es una función primordial. Somos animales de reconocimiento. Para vivir necesitamos reconocer y ser reconocidos. Sin esa experiencia no hay identidad suficiente ni cordura asegurada Sin una madre que de muy niños nos acompañe ante el espejo y nos ayude a reconocer nuestra propia imagen –¿quién es ese, Nano?–, no hay maduración posible ni arranque saludable. Si se mira uno a solas acaba, como Narciso, ahogado en el fondo de las aguas.
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La mascarilla no es una venda ni un filtro ni mucho menos un adorno. Es, respondiendo a su etimología, el representante anónimo de nuestra «persona», que ahora, como en tiempos de Esquilache, se amotina y se emboza.
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